En mi casa no sobraba nada y, además, se guardaba todo. Por eso mis padres coleccionaban piedras: roca volcánica del Teide, fósiles de Soria o simples piedras que por su forma o color les llamaban la atención. Piedras de mar y de montaña…, había una que se parecía a un pez.
Estanterías llenas de libros y piedras. De libros que regalaban las cajas de ahorros en los ochenta: el Quijote ilustrado, Trenes de hoy y una amplia selección de textos sobre las olimpiadas del 92. Para ellos el 92 fue su Disneylandia. Libros y piedras. El mueble del comedor competía con cualquier vitrina de un museo de geología salvo por el mueble bar repleto de botellas sin abrir. Botellas para las visitas.
También guardaban frascos de arena del desierto, de varias playas y de las tierras vendidas en el pueblo. Su tesoro eran unas rocas de Cap de Creus que se llevaron antes de que se declarase espacio protegido. ¿Lo hacían por ahorrarse el souvenir en sus viajes? ¿O porque eran gente apegada a la tierra? ¿Era ese su intento de llevarse un trocito de tierra de allí donde habían estado? Yo qué sé. Mis padres… Mejor dejo de escribir y sigo vaciando la casa.