Empezaré diciendo que no me opongo a nada. Al contrario. Si al cementerio hay que llamarlo camposanto, lo llamaré camposanto, no fuera a quedarme sin trabajo por una cuestión lingüística… Y si hay que decir sepulturero, pues diré sepulturero, aunque yo prefiera decir enterrador. Tampoco entiendo que se hable de exhumación a sacar un muerto de un agujero. Eso es desenterrar, aquí y en Pernambuco. Pero dije que estaba dispuesto a ceder y cedí. Acepté las condiciones del examen y me presenté al concurso oposición a sepulturero del camposanto, el día y la hora convenidos. Donde hay patrón no manda sepulturero.
No negaré que al rellenar la ficha me sorprendió la impertinencia de algunas preguntas. ¿Qué sentido tiene declarar, por mi honor, que no padezco enfermedad infecto-contagiosa alguna? ¿Y si soy tuberculoso y lo ignoro? ¿Y si me picó una garrapata y mi cuerpo oculta la infección hasta hacerla reaparecer en el momento más inoportuno? No obstante, rellené el apartado y juré por mi honor no estar infectado ni tener la intención de contagiar a nadie, que de eso se trataba.
Tampoco me gustó que me preguntaran por mi condición de pensionista. Si me presento a un concurso-oposición para enterrar muertos, dicho sea con perdón, es para completar la paga que recibo cada mes. Treinta y siete años de peluquero de señoras, para que ahora pretendan tomarme el pelo. Consúltenme sobre mi vigor físico, sobre si puedo enarbolar una pala, levantar una lápida, meter un ataúd en su nicho. Ese sería yo, ejerciendo de sepulturero, y no el sexagenario que imaginan, tembloroso e incapaz.
¿Y esas preguntas sobre mi fisonomía? ¿Qué pasa si tengo algún defecto en el carruaje? ¿O es que un bizco o un patizambo no pueden trabajar de enterrador? Por mi parte dejé claro en la entrevista que mi cojera es fingida. Se trata de un teatrillo que me permite multiplicar las limosnas en la puerta de la iglesia. Pero si me apuran, ya lo dije, puedo mantener la cojera en el cementerio. Siempre sorprende —y alegra— ver a un lisiado trabajando de enterrador.
El día del examen éramos quince en la sala contigua al crematorio, un lugar que me conozco bien porque estuve allí oyendo una conferencia sobre el suicidio. En aquella ocasión pude expresar en voz alta mis opiniones, que las tengo. ¡Pregúntenme sobre ese tema o sobre la eutanasia, que son cuestiones propias! Lo que no comprendo es por qué a un futuro enterrador le hacen preguntas sobre la unidad de España, los ríos sudamericanos o el calendario de vacunación infantil. ¡A cada uno lo suyo! En cambio me pareció muy apropiada la redacción sobre los accidentes de tráfico. ¡Eso sí que nos toca de cerca, pues siempre habrá un enterrador que tenga que hacerse cargo de las víctimas!
A estas alturas del concurso me doy por excluido, pues no aparezco en la lista de seleccionados. Estoy convencido de que no me quieren porque soy pensionista y cojo. ¡Acéptenlo! ¡No les gustan los viejos lisiados en sus filas, aunque dominen el trabajo de enterrador! Y hay que decir que yo lo domino. Valga como muestra un botón: ayer noche, con la ayuda de mi sobrino, me anticipé a la parte práctica del examen. No sin esfuerzo —pues tuvimos que saltar la valla del cementerio— desenterramos media docena de cadáveres y sacamos de sus nichos a media docena más. Mi propuesta es que la plaza a concurso se la lleve quien con mayor rapidez deje el cementerio impoluto. Cada muerto a su hoyo. Cada mochuelo a su olivo.
Y como el que no corre, vuela, este mochuelo ha decidido largarse. Hoy mismo cojo el petate y cambio de ciudad, no me vayan a encontrar por aquí y, de manera harto injusta, me saquen los colores.