Por mis cojones

Cruzando los límites

 

El mono miraba a través de la ventana desde un árbol que alcanzaba el tercer y último piso de la casa en medio de la selva. No comprendía demasiado lo que pasaba. Había un hombre muy viejo en la cama y una mujer lo acompañaba. El mobiliario era pesado, de maderas gruesas, como los árboles en los que le gustaba dormir y dejar pasar el tiempo mientras la fruta crecía u otro mono más pequeño se acercaba distraído. Un buen plato de carne fresca, tiernos ojos, dedos para chupar, un corazoncito pronto a diluirse en sus entrañas. Junto al mono había otro ser. No era un animal. Extrañamente su presencia no le molestaba. Tampoco al otro le importaba. Miraba hacia la misma ventana y mostraba cierta preocupación por el tiempo que pasaba.

Toda la selva vibraba esa noche. Hasta en los cafetales temblaba el aire, como si todos los insectos se hubieran puesto de acuerdo para elevar al cielo su ansiedad. El mono sabía que algo pasaba. Seguían apareciendo presencias entre las sombras. La oscuridad adoptaba formas extrañas. El viejo en la cama ya no podía moverse. Sobre la mesilla había un cuenco con cacahuetes. El mono tenía un tic nervioso que hacía que proyectase el brazo derecho hacia delante. Ese hombre había construido la casa, plantado los cafetales, criado a media docena de varones y otra media docena de mujeres que llevaban años alejados del lugar. El mono se estaba inquietando porque su mundo se componía de árboles, frutos, insectos y otros monos y animales, pero ahora estaba obsesionado con aquellos cacahuetes y no quería saber nada de la vida de aquel hombre.

De pronto, todos se lanzaron hacia delante. Arrastrándole, le hicieron perder pie, sin que pudiera agarrarse más que a una rama que se rompió al instante, lanzándolo contra el piso de cemento junto a la pared de la casa. No tuvo tiempo de darse cuenta de que se veía envuelto en la precipitada escapada de un grupo de diablos que se llevaba el alma del viejo camino del infierno, ni de que otro grupo de almas procedentes del cielo venía a defenderlo. La selva se convirtió en un abismo de parientes y demonios, y el mono que solo quería los cacahuetes caía ahora dando tumbos entre manotazos. Ya no tenía hambre, solo quería volver a su árbol preferido, cerca de la ceiba gigantesca, con los mangos a la vista, y mirar el cielo cargado de nubes sobre los cafetales.

Se despertó acuciado por los gritos de los monos aulladores, que rugían como leones desde el dosel de la selva y en el borde del tejado. Rugían de hambre y por la oportunidad de comer carne en vez de las semillas de los árboles. En cuanto intentó moverse y descubrió que tenía rota una pata supo que se había convertido en comida para aquellos cabrones. Amanecía: el contorno del ramaje empezaba a dibujarse contra el cielo. Aún podía ver la luz procedente de la ventana donde el viejo yacente había dejado de moverse. Súbitamente comprendió el significado de la muerte, el antes y el después, y supo que había quemado una etapa, y que volvería a empezar en esa casa, cuando una de las hijas volviera para hacerse cargo de la finca; y supo que sería su retoño, y que jugaría entre los cafetales, y que se convertiría en un experto en su madurez, pero antes tenía que olvidarlo todo, y los aulladores ya estaban mordisqueando su dolorido cuerpo. ¿Valía la pena defenderse? Claro que sí. Era un mono, y antes de convertirse en el amo de la finca más de uno se llevaría una dentellada. Moriría rabiando y a la vez disfrutando con el sabor de la sangre.

Volveremos a vernos, cabrones, y entonces no quedará ni uno, por mis cojones.