El invierno se dilata como una gran cola de dragón, sacudiendo cada promesa de luz, que aunque incipiente es castrada por ráfagas de hielo que viaja desde otras lejanías, y escupe ante nosotros su eterno estupor. Vivir esperando la ansiada primavera, se ha convertido en un anhelo casi imposible por estas latitudes.
La flor y el brote sin embargo, y aunque agazapados, ya se encuentran entre nosotros en espera de asomar su carita sedosa, tímida y mágica como niños que juegan a mostrarse y esconderse; igual que viajeros pertinaces que esperan en un andén imaginario y onírico su momento de descenso, cargados de juegos nuevos y pelotas de ilusión coloreadas al gusto.
Es la inexorabilidad de esta certeza lo que nos ata al mundo en tiempos feroces, en los que nada es probable. Necesitamos asideros, puertos fijos, ojos que nos sustenten la mirada, empujones y determinación para seguir avanzando; también, y por supuesto, las pelotas de colores que el tren traerá, pues en todos nosotros vive el niño que fuimos.
Salir al aire, otear las últimas nieves en el horizonte y confiar en el color que la vida aún pueda regalarnos. Ejercitar de nuevo el ojo en una isla de placebos que, sin duda, retornan para aliviar la carne deseosa de rayo y de fragancia. Aposentarse en los bancos de piedra, a la espera, sin petrificarnos como estatuas de sal por haber desconfiado de lo porvenir, atándonos al coletazo que desnivela.
Hemos de comprender que debajo del asfalto está la playa como dijo un visionario y un poeta del que olvidé su nombre. Necesito saberlo, si alguien es tan amable…nos es imprescindible.