Uno de los primeros trabajos de Sophie Calle, la artista conceptual francesa, consistió en citar a algunas personas (desconocidas, amigos, vecinos) para que se acostaran en su cama y se dejasen fotografiar mientras dormían. En la propuesta no iba incluido intercambio sexual alguno -puedo asegurarlo- sino que Sophie Calle se limitaba a contemplar a los durmientes y retratarlos durante el sueño. Si la persona en cuestión se desnudaba antes de acostarse, se ponía un pijama o prefería dormir vestida, era cosa suya. La prioridad era registrar el gesto del durmiente, sus brazos agarrados a la almohada, su boca abierta, el rictus inquieto que acompaña a quien se sabe durmiendo bajo vigilancia en cama ajena. Las personas citadas -hombres, mujeres, incluso parejas- pasaban la noche en la cama de Sophie y se dejaban observar por la cámara de la artista. A veces durante varios días. El testimonio de sus conductas se ha exhibido posteriormente en exposiciones de fotografía y galerías de arte.
La experiencia se realizó entre los años 77 y 78 del pasado siglo (no soy capaz de precisar más) y pude participar en ella porque cierto día acompañé a Roland Topor hasta la casa de Sophie, donde había sido convocado para que durmiera en su cama. Por aquel entonces, Sophie Calle y yo rondábamos los veinticinco años; Topor tenía unos cuarenta; pero aún así compartíamos un mismo espíritu rebelde y muchas ganas de alborotar. Algo que ellos conservaron y que yo fui perdiendo con el tiempo.
Me arrellané en un butacón de la sala de estar de Sophie Calle mientras Topor se dejaba arrullar por el sueño. Había dejado a un lado su bombín, había apurado un par de copas de calvados y recuerdo que sonreía con malicia a los presentes, entornando los ojos. Cuando al final se durmió, Sophie emprendió su trabajo y, entre toma y toma, pudimos conversar en voz baja sobre sus proyectos artísticos. Aunque Sophie me propuso dormir en su cama a la semana siguiente, no pude complacerla. Me urgía el trabajo en Barcelona, pendiente de una fecha en la que teníamos que representar una obra de Arrabal.
Roland Topor era amigo de Fernando Arrabal, cuyo Fando y Lis montábamos aquellos días en una maison de jeunesse del distrito octavo de París. Arrabal nos asesoraba. Éramos un grupo de teatro independiente que parecía más bien una pandilla de amigotes sin leyes ni mando, enzarzados en atacar el puesto de la razón en el cosmos, según los principios pánicos de nuestros mayores (Arrabal, Topor, Jodorowski). Humor, terror e incertidumbre eran los componentes de nuestra visión del arte y de la escena. En uno de los ensayos apareció Roland Topor, de camino hacia casa de Sophie Calle. Me lo presentaron, nos caímos bien y le acompañé hasta su destino. Debo decir que Paul Auster todavía no pululaba por allí. Más adelante, el novelista pidió permiso a Sophie Calle para hacerla aparecer en su novela Leviatán (1992) bajo el nombre de María Turner, ajustándose a la personalidad y la apariencia física de la artista. A Jodorowski no lo traté hasta años después, cuando cabalgaba a lomos de la psicomagia; hoy constituye una rémora de lo que fue y no podemos sino lamentar su aterrizaje en las seudociencias.
Yo conocía los dibujos de Topor que se publicaban en La Codorniz y también el libro que había editado Planeta y que se llamó Mundo Inmundo (1972), una antología de sus trabajos en las revistas francesas de la época. Masoquistas, ahorcados, cementerios, criaturas monstruosas y transformaciones de la anatomía humana, con el trazo inconfundible de Topor, su poso ceniciento, sus turbios delirios eróticos, sus imágenes oníricas y espeluznantes. Conocía y admiraba su obra gráfica, y también su cine y sus escritos, incluso esa adaptación al cine que realizó Polanski de su primera novela, El quimérico inquilino, en 1976.
En general, a los creadores les encanta oír hablar de sí mismos, así que pasamos la tarde charlando sobre su obra en un par de cafeterías, fumando y riendo como descosidos. Le conté que su editor en España, Álvaro de Laiglesia, calificaba su humor de amoratado. «Los dibujos de Topor -escribió en un prólogo- son como el hematoma que queda en la piel después de recibir un puñetazo, como el color del cielo antes de una tempestad, como las chispas de un arco voltaico, a cuya luz se ven las cosas con crudeza y sin belleza». Luego me extendí por vericuetos de mi propia cosecha, distinguiendo entre el mazazo en la cabeza, que duele y desorienta, y el golpecito leve y certero en el hueso de la risa, en el codo, que duele pero nos hace sonreír. El golpe en el huesecito de la risa hiere e instruye, como los chistes de Topor, que despiertan una corriente nerviosa en el cerebro y que de allí discurre -bulbo raquídeo y médula espinal mediante- hasta el suelo pélvico, alcanzando los genitales, a los que excita y acojona.
Aquella tarde le conté también cómo había conseguido uno de sus libros más celebrado y menos conocido, La cocina caníbal (1972), donde Topor se entrega a la cocción de elaboradas recetas culinarias (ojos de présbita al gratén, bebé a la sentimental, hígado de suiza a la cazuela, mejillas de banquero con chicharrones…) salpimentadas con acerados consejos sobre cómo trabajar el producto de cocina y lograr la excelencia en los platos. Hay que prevenirse, escribe Topor, de las personas muy deportistas, que suelen desarrollar duros músculos y corren el peligro de ser incomibles. Algo así sucede también con los vegetarianos, que no siendo carne ni pescado, presentan unos menudillos insípidos. Roland Topor sugiere en su libro caníbal no descuidar el trato y las relaciones personales entre el consumidor y el consumido, fundamento de toda ética culinaria: «No hay que tragar un bocado de una persona que nos sea indiferente. Amigo, enemigo, pariente, sea. Extraño, no.»
Conseguí La cocina caníbal en la librería de Josep Porter, en la Puerta del Ángel de Barcelona, entre dos clásicos del buen hacer hogareño: Sabores y El arte de recibir en casa. Lo compré en septiembre de 1973, cuando la librería de Josep Porter celebraba sus bodas de oro, cincuenta años al servicio del libro y la cultura en Barcelona. En aquella librería, estanterías quilométricas y oscuras mesitas de madera presentaban los libros, agrupados de forma caprichosa. Tan caprichosa como el dictado de su propietario, un tipo excéntrico que fue cineasta, cantante, librero, historiador, político y cinéfilo. Esa excentricidad le llevó a colocar La cocina caníbal en la sección más apropiada, esto es, en la sección de cocina, para sorpresa del comprador desprevenido.
Años después, Sophie Calle presentó su obra plástica en Barcelona. Fue en diciembre de 1996, en el Palacio Macaya. Allí estaban sus durmientes, y allí también las imágenes de Topor prestándole su imagen dormida a la cámara de la artista. En otra sala se exhibía el informe sobre ciegos y las fotografías de los armarios de cristal donde Sophie Calle guarda los regalos que recibe el día de su cumpleaños. Tantos regalos como amigos y tantos amigos como años cumple. El último armario almacenaba cuarenta y cuatro regalos.
Me reconoció y charlamos. Le conté que con el tiempo yo había abandonado el teatro, la sinrazón y la rabia juvenil, y que llevaba unos cuantos años viviendo de la docencia. Sophie me comentó que Arrabal se mantenía fiel a su carrera literaria y a sus ideas, a pesar de haber sido nombrado Caballero de las Artes y las Letras de Francia y haber acumulado multitud de premios y honores. Por su parte, el otro gamberro del grupo, Roland Topor, llevaba tiempo trazando oscuras artimañas que le permitieran evadirse del mundo sin morirse, sin dejar de fumar y bebiendo como un cosaco. No obstante, al poco de esta conversación, Topor cayó en la trampa de la muerte –un descuido- y abandonó este mundo a los 59 años, a primeros de abril, dejándonos como herencia su extensa obra plástica, corrosiva y genial.