El mar estaba extrañamente tranquilo para una mañana de diciembre. Yo lo miraba desde la casa en la costa de Bretaña que había alquilado para un mes. Mi idea era escribir doce horas al día y pasear por las desiertas y frías playas que tenía enfrente. El Atlántico es un mar imponente en aquella latitud. Esa noche tuve una pesadilla. No era normal, mis sueños eran extrañas asociaciones de ideas y obsesiones, como los de cualquiera, pero yo siempre estaba tranquilo, sin miedo, observándolo todo con cara de estupefacción, sin intervenir apenas en la acción, que la mayoría de las veces tenía el ritmo de una película de Bergman. Esta vez fue diferente: una presencia fantasmal envolvía mi habitación, hacía un frío polar. Yo abría los ojos, mi cuerpo temblaba debajo del edredón y sólo veía una niebla densa y azulada, estratificada en capas como si entrara a través de una persiana veneciana. Se oía un murmullo de voces y el aire olía a salitre y acero. Por definición, una pesadilla es un sueño que produce angustia y temor. Yo no tenía miedo, creo que el estado de estupefacción ante la vida, incluso en sueños, nunca lo he superado, pero me invadió una angustia como nunca había sentido antes. Las voces eran como gritos lejanos, lamentos repetidos como letanías oscuras en los que descubrí dos palabras repetidas hasta la saturación: Bitte helfen!.. Hasta ahí llegaba en el idioma alemán: “Por favor, ayuda”, eso era lo que oía dentro de aquella retahíla borrosa de quejas y lamentos teutones. En ese momento un rayo de luz entró por la ventana, una luz blanca, celestial. Las voces callaron, la niebla azul se disipó y la ventana se abrió de golpe. La sensación de angustia se convirtió en una paz hipnótica. Salí como siguiendo el sueño hasta la playa. A lo lejos, en el horizonte tranquilo del mar, se veía la torre de un submarino alemán, un U-2 de la segunda guerra mundial, que poco a poco emergía sin ruido alguno. Me quedé mirándolo hasta que ascendió y se perdió entre las nubes.
Fotografía de Richard Sammour