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Fotograma del documental Los clowns (1970), de Federico Fellini.
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En la escena inicial del primer episodio de la serie francesa Tout va bien (2023) de Camille De Castelnau, dos mujeres van por la calle y creen que alguien peligroso les sigue. Una de ellas se detiene y le deja pasar. A renglón seguido comienza a ir tras él, lo alcanza y le ataca, le golpea con furia y mucha violencia. El agredido resulta ser un payaso. Solo más tarde cuando esa mujer vea payasos en las salas de niños de los hospitales sabremos que había sido una pesadilla. ¿Cómo hemos llegado a esto?
Los bufones y payasos han sido los personajes característicos de la historia de la cultura cómica y de los aspectos carnavalescos en la vida cotidiana. No eran actores que desempeñaban su papel sobre el escenario, sino que seguían siendo bufones y payasos en todas las circunstancias de su vida. Los bufones ocuparon un lugar privilegiado junto a reyes y poderosos. Sus pantomimas y representaciones histriónicas o burlescas, su destreza en acrobacias, malabarismos y otros juegos, llevaban a que gozasen ante los poderosos del privilegio de decir lo que a nadie le estaba permitido o reírse de quien nadie osaría hacerlo. Estos afortunados cortesanos podían ser también «espías públicos de los palacios”. Los príncipes gustaban de tener cerca de sí a bufones para su entretenimiento y para que, “si los cuerdos no les dijeren las verdades, se las digan los locos para su agrado y para confusión de los otros”, decía Quevedo. Otras veces el bufón se mezclaba con juglares y se dedicaba al arte del títere y la marioneta, junto con saltimbanquis, volatineros y prestidigitadores, por plazas, palacios y otros escenarios improvisados.
Nadie cuestionó el lugar sagrado y la función de bufón hasta la época de la Revolución Francesa. La posterior modernización de la sociedad afectó a estas figuras cómicas que pasaron de los palacios a los circos y a otro tipo de espectáculos populares. La figura del clown moderno fue creada por Joseph Grimaldi (1778-1837), elevando al clown de cara blanca al papel de protagonista y reemplazando al Arlequín de la Comedia dell´arte. La figura del Augusto, por su parte, se crea por Tom Belling (1843-1900). En el circo se escinden, se separan ambos personajes: el clown o payaso blanco, por un lado, con la cara pintada de blanco, y el Augusto con nariz roja, por otro. Es decir, el serio, formal, sensato y el travieso, juguetón.
En sus escritos sobre el payaso blanco y el Augusto, Federico Fellini los considera metáfora de la relación entre un orden femenino, casi maternal, y el niño. El clown blanco es pasivo, objeto de espectáculo y mirada, fetichizado por sus accesorios. Es la elegancia, la gracia, la armonía, la inteligencia, la lucidez, la propuesta idealista. Representa la ley, el orden, el mundo adulto. Pero también es la prepotencia, el sarcasmo, el que da la bofetada. Fellini ve con más simpatía al Augusto porque representa al niño travieso, el aspecto irracional del hombre, el componente instintivo frente al ideal inalcanzable. Representa la libertad y la anarquía. Es el que se rebela, el niño que se tira por los suelos, una contestación permanente. Pero también el que recibe las bofetadas, el humillado por su torpeza, el que dice fulís en lugar de fusil, aunque es listo, de entendimiento vivo y despierto. Los dos son necesarios para los números del circo: el orden, siempre que por exceso no caiga en despotismo, y la rebeldía, siempre que por exceso no devenga en caos.
Cuando aparece el cine, se produce la trasposición y adaptación de esta tradicional pareja circense al nuevo medio artístico, lo que da lugar a un buen número de parejas cómicas: Stan Laurel y Oliver Hardy, Abbott y Costello, Bing Crosby y Bob Hope, Dean Martin y Jerry Lewis. En este último ejemplo, la fórmula no cuajó, pero sirvió para convertir a Jerry Lewis en el gran cómico que fue. En el caso de Walter Matthau y Jack Lemmon el modelo original del circo estaba ya muy diluido y era difícil establecer quién era aquí el uno y quién, el otro. Los hermanos Marx eran más bufones que payasos, si acaso un grupo repartiéndose los papeles.
En Candilejas (1952) de Charles Chaplin no encontramos este modelo, pero sí un dúo singular, excepcional, la actuación de dos payasos: el propio Charles Chaplin y Buster Keaton. Uno humanista, íntimo y sonriente; el otro frío, acrobático y astuto, de implacable seriedad; el ímpetu de uno, la impasividad del otro, uno se mueve al son del piano, el otro al del violín. En Candilejas el payaso en decadencia renace y salva su dignidad, justo lo contrario de la transformación del profesor Unrat, sumido en la locura, en un Augusto de cabaret en El ángel azul (1930) de Josep Von Sternberg. Y también el de la utilización de lo monstruoso y la deformidad como máscara de payaso, detrás de la cual hay un alma sensible, por Conrad Veigt en “El hombre que ríe” (1928) de Paul Muni.
En el filme de Ingmar Bergman En presencia de un Payaso (1997) el clown o payaso blanco es una figura alegórica, misteriosa, fantasmal, que se construye como personaje femenino y no deja en paz al protagonista, Carl, como una proyección de sus terrores nocturnos. Este payaso terrorífico y burlón le recuerda el misterio de la muerte. Cuando comienza el film vemos a Carl tocar de modo reiterativo música fúnebre de piano, de Schubert, que va a ser un recordatorio, un halo de premonición de su propia muerte. Suena dramáticamente cada vez que la Muerte jugando, no al ajedrez como en El séptimo sello (1957), sino a través del clown, aparece en los últimos momentos de la vida de Schubert/Bergman.
En La Strada (1954), de Fellini, el payaso es una mujer-niño, loca y artista, Gelsomina, el alma de Zampanó, su voz interior. En I clowns (1970) los payasos son lo que el propio cine de Fellini: un espejo que devuelve al hombre su imagen grotesca, deforme, bufona, la imagen hiperbólica y voluntariamente deformante que a los artistas les ha gustado dar de sí mismos y de la condición de su arte. Fellini muestra a los clowns como una especie en extinción y fagocita sus números, que ahora forman parte de otro circo, la parodia felliniana del documental, una peregrinación al mundo perdido de los clowns. Ante la decadencia de los circos, los payasos pasaron a la TV y años después a las fiestas y cumpleaños de los niños y a visitarlos en los hospitales.
Aunque ya hay algunos filmes que la preceden, la novela IT (1986) de Stpehen King convirtió la figura del Augusto en una mera herramienta para el terror. Una proliferación excesiva de películas y series de payasos malvados, infernales, mortales, psicópatas, perversos, asesinos, macabros, ha sacado de contexto y deformado la figura del Augusto. Por otro lado, la identificación como Augusto del villano más inquietante de Gotham, el Joker, del Batman (1989) de Tim Burton, ha llevado a la aparición posterior del payaso como víctima de una sociedad injusta e inhumana que desencadena la anomia y el caos, una violencia asesina, mera revuelta, como en Joker (2019) de Todd Philips. Todo ello ha trasformado al Augusto, que hacía reír y disfrutar a los niños, en un personaje monstruoso, sin el contrapeso del payaso blanco, y con rasgos exteriores sobrecargados, un maquillaje exagerado, la expresión amenazadora, risotadas y comportamientos incomprensibles, fuera de su contexto tradicional que era el del espectáculo y la fiesta. Hasta ha dado lugar a una nueva expresión, la coulrofobia, el miedo a los payasos, que el cine de terror ha contribuido en gran medida a potenciar.
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