No todo el monte es orégano

Pesca de arrastre


Te pasas media vida escribiendo relatos con la malsana intención de que te lean y, al final, los textos más leídos por la familia y los amigos son tus recetas de cocina. Esperabas oír:

—Me gustó mucho tu cuento sobre los batracios turolenses.

Pero lo que realmente oyes es:

—Qué buena me quedó tu receta del cocido madrileño.

Y es que, en esto de la literatura, nadie me tomó nunca en serio.  ¿Cocino mejor que escribo? ¿Me apreciarán solo a nivel gastronómico? Por lo que parece, satisface y llena más el espíritu un plato de garbanzos que las peripecias de mis personajes. 

Sin embargo, honestamente, pienso que aquel cuento que escribí para La Rana Tarambana tenía buenas dosis de intriga, una acción trepidante y hasta un poquito de morbo:


La llegada de la noche sorprendió a Lucita en medio del monte de los robles. Un poco antes del atardecer había salido de casa, con su faldita de cuadros, su cesta de mimbre, el pelo recogido en una coleta y una canción entre los labios, dispuesta a recoger algunas florecillas con las que formar un pequeño ramo. Junto a los árboles crecían flores silvestres y diversas plantas aromáticas como la jara, el tomillo y el orégano, con ese inconfundible olor. En la cesta metió un poco de todo.
El sol declinaba y, en pocos minutos, la oscuridad acabó por imponerse. Ya era tarde y debía regresar al hogar, donde le esperaba su anciana madre. Sin pensárselo dos veces, emprendió el regreso. De repente, a su espalda, un crujir de ramas, seguido del ruido de pisadas en la hojarasca, le avisó de que algo o alguien vigilaba sus inocentes pasos. Lucita comenzó a asustarse y apretó el paso. Estaba absolutamente convencida de que un peligro desconocido la acechaba. La angustia comenzó a apoderarse de ella. Le entraron ganas de correr, pero decidió reservar sus energías para cuando fuera totalmente necesario. Llevaba la cesta agarrada con fuerza y desde ella le venía a la nariz el olor fresco y penetrante del orégano. Ponemos al fuego una sartén con unas gotas de aceite. Marcamos los trozos de pollo, vuelta y vuelta, para evitar que se escapen los jugos. Reservamos. Se pica finamente la cebolla en juliana y se deja pochar a fuego medio en la misma sartén donde hemos sellado la carne. Se añade pimienta, sal y algunas hierbas aromáticas que tengamos a mano. Cuando ya coja color, se agregan dos o tres ajos laminados. Se rehoga todo a fuego lento durante cinco minutos. Es el momento de agregar una copa de Pedro Ximénez y remover todo durante un minuto más. Incorporamos ahora las piezas de pollo que sellamos al principio. Añadimos medio vaso de agua caliente —o algo de caldo, si se prefiere— y dejamos hervir todo durante unos treinta minutos aproximadamente, a fuego bajo y mirando para atrás, comprobando que nadie la sigue, que lleva las flores y las hierbas aromáticas que cogió en el bosque y la llave que le permite abrir la puerta de su casa y respirar tranquila una vez dentro. Y dejarse invadir por ese olor familiar, inconfundible y grato, a comida recién hecha.