Hubo un tiempo, allá por los primeros años noventa, en que un grupo de avispados expertos en el arte de vender la moto ideó un sistema para promocionar empresas, consistente en captar y contactar con algunas para ofrecerles sus servicios: una ceremonia de entrega de premios a los seleccionados, con reportaje de fotos, estatuilla y diploma acreditativo. La estatuilla dorada, imitando al Óscar cinematográfico; la ceremonia, hortera a más no poder, con señora rubia de bote, entrada en carnes, muy pintada, tacones de aguja y vestido ajustado, encargada de entregar los trofeos a los «ganadores», mientras un señor trajeado —seguramente el marido de la rubia impostada—, como maqueado para boda, con corbata de nudo gordo, iba micrófono en mano, cual telepredicador o vendedor de rifa en la tómbola, nombrando a los galardonados. Y en el diploma, que cada uno de los «premiados» ya se encargaría de colocar en lugar visible de su despacho, junto a la estatuilla, una frase impactante que decía:
Premio otorgado a la empresa Tal por su imagen, prestigio y expansión.
No hace falta decir que los costes de la ceremonia, más una sustancial suma en concepto de retribución por la gestión realizada, corría a cargo íntegramente de los participantes. O sea: yo os hago una promoción y un reportaje de lo vuestro, a bombo y platillo, para que podáis presumir, a cambio de un dinero que me dais para los gastos. Y todos tan contentos.
La cosa no tendría enjundia y se quedaría ahí, de no ser porque un día que hice unas compras en el mercado de mi antiguo barrio me di de bruces con el señor Manolo, el del puesto de las aceitunas, que en ese momento daba buena cuenta de su bocata kilométrico de chorizo, como era habitual en él a esas horas. Y el piscolabis lo despachaba en un santiamén mientras atendía a sus clientes, masticando a dos carrillos, sin cortarse un pelo, como gañán que anda en el monte con las cabras, lo que motivaba más de una mirada cómplice entre los compradores. Y el señor Manolo lucía, en el fondo de su tienda de encurtidos y variantes, la famosa estatuilla dorada y un cartelón donde ponía, para regocijo y chufla del público habitual:
A DON MANUEL GÓMEZ GÓMEZ
ADMINISTRADOR DE LA EMPRESA «MANOLO»,
ESPECIALIZADA EN EL ADEREZO DE ACEITUNAS Y VARIANTES,
POR LA ALTA CALIDAD DEMOSTRADA Y
POR SU IMAGEN, PRESTIGIO Y EXPANSIÓN
Sí, señor, con un par, que lo mismo daba darle el galardón a una clínica dental, a una boutique, a un colegio privado, a un restaurante de moda o al señor Manolo con su bocata de chorizo. La «expansión» no sé, pero la «imagen» y el «prestigio» de los promotores de la idea… como que no.