La cita era cada lunes, a las siete de la tarde.
Todo era silencio. Las olas cubrían de blanco la arena. El silencio también era blanco como la espuma, y si el silencio tuviera un lugar sería ese instante en que todo se detiene, el intervalo entre el ir y venir de las olas.
Así era el silencio de los lunes. Nos reuníamos para eso, para permanecer juntos y callados delante de este trozo de mar sin necesidad de llenar el vacío con palabras.
Siempre has sentido debilidad por los lunes, quizá porque naciste en martes o porque nadie hace planes en lunes, y por eso siempre suceden cosas. También nosotros nos conocimos un lunes.
Durante muchos años seguimos acudiendo a la cita, sabíamos que el silencio nunca debería romperse, porque una vez se rompe ya no hay marcha atrás, las palabras escriben un relato y su trazo acaba dejando huella en la piel.
A pesar de ello no solo lo rompimos, sino que lo estrujamos, lo zarandeamos, lo besuqueamos y nos reímos de él.
Recuerdo muy bien el día que rompimos el silencio porque algo en nosotros enmudeció para siempre, y desde entonces cada gesto que hicimos, cada palabra que pronunciamos, trazó un camino y desechó todos los demás.
Enmudecieron palabras que hubiéramos podido pronunciar y caminos que hubiéramos podido seguir.
Nuestra piel ahora luce el trazo de un silencio roto, la huella de esos lunes blancos como el aire, y ya nosotros somos lunes cada día.
Como los pájaros los lunes también duermen, se acurrucan bajo las sábanas, y fingen que dormitan mientras escuchan viejas historias por el patio de luces.
Entonces, solo entonces, la tierra se cubre de pájaros.
Imagen @Laura Makabresku