El otro día los oía toser desde la acera de enfrente. Era domingo, hacía solecito y la señora Jiménez se había arremangado los pantalones del chándal y puesto a ventilar las pantorrillas y los pies, mientras, a su espalda, se desperezaba el marido, lógicamente sin afeitar y despeinado, haciendo enjuagues con los restos de un brick de vino que no se había acabado la noche anterior. El vino peleón es el diazepán del pobre, pensé. Y agradecí para mis adentros tener cartilla del seguro y que el doctor Ferragut me recete a demanda las pocas drogas legales que consumo, esos productos de farmacia que, para qué negarlo, me suavizan la existencia y, a veces, incluso la hacen vibrar.
Como soy un poco tiquismiquis cruzo de acera para no encontrarme con los Jiménez, esa pareja de mendigos instalados en la puerta de la sucursal del Santander desde que cerraron la oficina en septiembre del año pasado. Yo creo que la gente sin recursos tiene derecho a vivir a resguardo, sobre todo cuando empiezan los fríos otoñales, y me parece bien que lo hagan con todas las comodidades de su condición vagabunda: cartones, bolsas de basura, colchones viejos y mantas. Cada cual ha de buscar su acomodo y me alegra que los Jiménez lo hayan logrado. Pero es que, a mí, todo ese batiburrillo de cachivaches, palanganas, pelambreras y colillas (sin hablar de los dos perros que dormitan con la pareja) me produce repelús, sobre todo en invierno, cuando los virus campan a sus anchas entre los pobres. Yo también soy pobre o, digámoslo así, tengo una economía modesta, pero cuido mi salud y voy bastante arregladito.
Pero vayamos a lo que vamos. Salí a comprar el pan, evitando toparme con los Jiménez. Los domingos me gusta comprar una hogaza de medio quilo cortada en rodajas para irla consumiendo a lo largo de los días tranquilamente, untada con ajo, tomate y un buen chorro de aceite de oliva virgen, que uno será pobre, pero se cuida. Los oía toser y hacer gargarismos, y, a ella, gritarle a Curro, su pareja, que se fuera a lavar a la fuente cercana. Está bien que el ayuntamiento mantenga en uso las fuentes públicas para que esta pobre gente pueda asearse. La higiene es fundamental. En fin, pedí el pan (de centeno o integral, le dije a la dependienta) y pedí también que me lo cortara a rebanadas. No negaré que me pasó por la cabeza comprar un paquete de magdalenas para los Jiménez… pero desestimé la idea. No se puede ir con caprichitos a esta gente.
La chica, que era nueva, metió la hogaza en la máquina aserradora y, cuando estaba a punto de cerrar la bolsa, no pudo evitar un estornudo de caballo que descargó sobre mi compra. Ella se cruzó de piernas, para sortear alguna pérdida de orina, y sonrió, impotente. Tengo entendido que en un estornudo de ese calibre pueden saltar hasta cuatro mil gotitas invisibles de saliva impregnadas de microbios, lo cual, para un tiquismiquis como yo, es una cifra inasumible. En fin, aunque la chica trató de impedir que sus vapores fueran a parar a mi hogaza no acabó de conseguirlo. O no lo consiguió en absoluto. No lo sé. Cogí el pan, pagué y me largué. Soy tímido, además de tiquismiquis, así que no le exigí que me cambiara la hogaza estornudada por otra nueva y decidí no volver por allí hasta que no cambiaran de vendedora.
Por otra parte, debo decir que no me gusta tirar la comida. De pequeñito aprendí a besar el pan cuando se me caía al suelo y a terminarme todo lo que me ponían en el plato. Así que como no estaba dispuesto a comerme aquel pan estornudado, decidí regalárselo a los Jiménez, que seguramente sabrían apreciarlo. Al fin y al cabo, pensé, ellos están más acostumbrados a convivir con toda clase de virus.
—¿No tienes dos euros para un café con leche? —me preguntó la mujer, arrebatándome la bolsa con el pan— En alguna cosa tendremos que mojarnos esta hogaza.
—Dinero no os doy —la reconvine—, que luego os lo gastáis en vino.
Han pasado unos días. El señor Jiménez ya no acompaña a su pareja, que se rasca sola. Los perros siguen allí. Me he interesado por el asunto y he sacado en claro que el martes pasado vino una ambulancia a por él. Lo han ingresado en La Fe con neumonía, a cuarenta de fiebre y síntomas de asfixia. No negaré que cuando lo supe sentí un amago de culpabilidad. No se puede ser generoso, me dije.
Después pasé por la panadería y pregunté por la vendedora. No estaba. ¿Está de baja?, pregunté. ¿De baja? La sustituta se encogió de hombros. Compré media docena de magdalenas —ya empaquetadas— y se las llevé a la señora Jiménez. Ese día me sentí generoso y le di dos euros para que se tomara un vino a mi salud.
—¡Pero no se acostumbre! —le dije—, que tanto vino no es bueno para el hígado.