«El neorrealismo no puede partir de contenidos preestablecidos, sino de una actitud moral». Son palabras de Cesare Zavattini, poeta, periodista, pintor, guionista y estrecho colaborador de Vittorio De Sica. Suyos son los guiones —entre otros muchos— de la trilogía neorrealista que De Sica inició con Ladrón de bicicletas, continuó con Milagro en Milán y concluyó en 1952 con Umberto D.
La actitud moral de la que hablaba Zavattini explicaría la negativa de De Sica ante la proposición de David O. Selznick, muy interesado en el guion de Ladrón de bicicletas, de incorporar a Cary Grant como protagonista de la película. ¿Cómo habría casado la presencia del galán de Hollywood con esa «nueva actitud ante la realidad» de la que también hablaba Zavattini? Un despropósito, sin duda. El neorrealismo poco tenía que ver con el esplendor hollywoodiense; ni siquiera con los postulados rooseveltianos del New Deal, trasladados a la pantalla por Frank Capra.
El ideario neorrealista escapaba tanto de la idealización de la realidad como de la grandilocuencia de las grandes historias de la Historia. Su propósito era reconstruir esa cotidianeidad miserable de postguerra que conectaba con millones de don nadies; es decir, con lo que se ha dado en llamar el hombre de la calle. Para ello, De Sica necesitaba que el rostro de su personaje principal –como haría Buñuel en Los olvidados– no se correspondiera con el de ningún actor profesional, y menos aun con el de uno de los grandes astros hollywoodienses, por lo que el papel fue a parar a un desconocido Lamberto Maggiorani.
También en Umberto D, el binomio De Sica/Zavattini eligió a Carlo Battisti para ponerlo en la piel del protagonista de la película: Umberto Domenico Ferrari (apellido irónico donde los haya, permítanme el comentario jocoso). Battisti era un profesor de filosofía sin conexión alguna con el mundo de la interpretación y amigo del padre de De Sica, a quien va dedicada la película. El personaje de ficción, Umberto D., es un anciano jubilado de la administración pública que recibe una paga irrisoria —cuando la cobra— y malvive con su perro en una pensión romana de donde quieren echarlo. Solo se trata de un viejo anónimo, uno más de los que se manifiestan ante el edificio ministerial para protestar por sus precarias condiciones. Lo que hoy denominamos un yayoflauta, pero este es de los cincuenta, con su traje impecable y su sombrero de funcionario de toda la vida. La indumentaria, el aspecto atildado, son el reflejo de su resistencia a perder la dignidad. Umberto es pobre y viejo, pero el pundonor le impide abandonarse a la degradación, a la vergüenza de convertirse en un pedigüeño con sombrero limosnero y perrito que hace monerías para ablandar el corazón del transeúnte. Él personifica aquella Italia de postguerra que, pese a las ayudas del plan Marshall, no puede evitar una inflación económica que repercute en quienes ya no son útiles al engranaje estatal: los viejos. En cierto modo, Umberto es como aquellos cesantes de las novelas de Galdós: un Tomás Rufete o un Ramón Villaamil, representantes a su vez de las capas medias burocráticas de la Restauración española a los que se aparta de sus funciones y quedan automáticamente marginados del carnaval social, reducidos a simples muebles demodés que empiezan a estorbar.
La película empieza con el plano fijo de una calle de Roma por la que desfilan un montón de almas que van acercándose a la cámara. Un autobús urbano pasa entre medio y deshace la figura compacta formada por los manifestantes, que se disgregan momentáneamente. Es el símbolo de la arrolladora indiferencia de la sociedad romana, el olvido de las penurias vividas en la inmediata postguerra a fin de centrarse en la ilusión de una prosperidad venidera; algo parecido a lo que les sucede a los personajes de Bienvenido, Mr. Marshall, de Berlanga. De Sica se detiene en las pancartas para llevar al espectador de lo general a lo particular. Un primer plano nos acerca a las reivindicaciones escritas sobre las telas y nos sitúa en el conflicto: «Hemos trabajado toda la vida», «También los viejos tienen que comer», «Aumentad las pensiones». En seguida aparece la policía para dispersar a los allí congregados, pero el director ya ha humanizado el problema colectivo dándole una voz y un rostro concretos.
Seguimos a Umberto y a su inseparable Flike (un cane bastardo, como lo describe él mismo, tal vez identificando así su propia condición de paria) por su peregrinaje por comedores sociales, pensiones ruidosas, hospitales decrépitos y perreras terroríficas, al tiempo que constatamos la indiferencia que su triste situación causa entre los antiguos compañeros, que huyen de las tribulaciones del viejo funcionario excusándose en la prisa por tomar el autobús. De nuevo, el autobús como símbolo de lo que antaño se llamaba, en términos marxistas, alienación de las masas. Nada demasiado diferente a lo que está ocurriendo aquí y ahora, momentos umbertianos por excelencia. ¿Qué voy a contarles que ustedes no sepan?
A nadie le gusta parecer pobre, y mucho menos serlo. Para algunos, ni siquiera es plato de gusto ver reflejado con crudeza el entorno del que forman parte y por el que se sienten concernidos. El pobre siempre es el otro, y lo cierto es que, en su tiempo, el pesimismo que rezuma la película no gustó ni al Partido Comunista Italiano ni a la Democracia Cristiana, comprometidos en una entelequia llamada «gobernabilidad italiana» para la que las épocas de vacas flacas, oficialmente, habían pasado ya. Lo que se imponía entonces era afrontar el porvenir con un optimismo que, inmerso en sus ansias de pujanza, no dudaba en marginar a los elementos sobrantes de forma parecida a la que María, la criada de la pensión, extermina, a base de agua y fuego, las hormigas que pululan por la cocina. La espada de Damocles se cierne sobre las cabezas de los desheredados de siempre: el anciano Umberto y la adolescente María, embarazada de no se sabe cuál de los dos soldados a los que frecuenta —florentino uno, napolitano el otro— (el sueño unitario de Garibaldi transformado en folletín). Una sociedad clerical hasta la médula que castiga con igual virulencia a la soltera promiscua y preñada que al viejo enfermo, desahuciado y sin familia.
La película se abría con un plano fijo coral en el que los manifestantes se acercaban al espectador. De Sica mantiene el plano fijo al final, pero cierra la historia a la inversa, mostrándonos a Umberto, con la única compañía de su perro, mientras ambos van alejándose del ojo de la cámara hacia un futuro tan nebuloso como incierto.