Las cosas importantes

La termita y la palabra


«Las cosas importantes —repetía en 1983 Rosaura, la catequista— se dicen en voz baja». Yo no entendía entonces a qué se refería, qué era importante y qué no. Tenía ocho años. A esa edad insultante todo era central, todo capital, todo necesario, inclusive la vida; sí, la vida. Pasé aquella monserga (o ella me pasó) y un año después recibí una oblea y con ella, un sermón. Estuve un siglo entero sufriendo por las noches por mi canibalismo, por haberme zampado, sin rémora ni remilgos, al mismísimo Dios. Que otros nueve niños antropófagos hiciesen lo mismo, no me consoló. Fue mi primera transgresión. Por eso la exorcizó mi yo en silencio en un poema bobo que el chico adolescente (al leerlo más tarde) rompió.

Pronto pasó la infancia y con ella la lectura de Fiodor Dostoievsky, un barbudo soviético que me aupó a su tintero y me enseñó el dolor. Devoré Los demonios, Crimen y castigo, Memorias del subsuelo, Noches blancas, El jugador, El idiota y esa Biblia laica que fue y será Los hermanos Karamazov. Al cerrar sus páginas, con solo quince años, había muchos dioses en mi estómago infractor. No solo un Dios. La cosa es que crecí y asumí de veras la extraña fratría entre lo serio y la voz minimizada. Tanto la admití, que burla burlando fijé una graduación de importancias.

Mi segunda infracción. A un extremo el silencio, aquello que uno se dice a sí mismo cuando calla; en el otro, las bobas oligofrenias que deyecta la tele, el estrépito de los discomóviles en las verbenas populares, los relinchos de los borrachos a las seis de la madrugada. Entre medias, las inanes conversaciones callejeras; palabras transparentes que no aportan, ni manchan: «una barra de pan; pronto llegará el frío; ¿dónde está el Pediasure?; no tengo suelto; un quilo de manzanas, por favor…».

«Las cosas importantes se dicen en voz baja», de ahí la muda e inaugural prestancia de los besos. El mudo discurso del amor.


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