En cuanto las vi en los pasadizos de la estación, me enamoré de ellas. Eran idénticas: las dos tenían el cabello largo y sedoso, la piel clara, los ojos oscuros, los labios delgados y luminosos como un amanecer en el desierto. Caminaban exactamente igual, el mismo paso, la misma figura esbelta y delgada; una llevaba minifalda y, la otra, pantalones cortos, pero las piernas eran calcadas y se movían con una sincronización perfecta. No había duda de que tenían el mismo ADN, la misma estructura neuronal, de que pensarían igual. Eran las gemelas perfectas.
Una de ellas volvió el rostro hacia mí y quedó prendada. Noté aquel tenue temblor de las mujeres que se sienten súbitamente excitadas. Supe que, en cuanto la otra me mirara, sentiría lo mismo. Algunas muchachas sienten que penetro en sus secretos más íntimos, como si le diera la vuelta a su piel, y se sienten violentadas, pero otras me ven como si fuera esa parte que les fue arrancada al nacer y que volvía para acabar de completarlas, el oxígeno que necesita una llama, la luz que hace crecer las plantas, el yang que da sentido al yin.
Éramos centenares en aquella estación de paso, buscando una pareja para viajar a mundos recientemente colonizados en Próxima Centauri. La inteligencia artificial responsable de repoblar aquellos planetas había generado en el laboratorio un exceso de mujeres, así que ahora había que enviar hombres nacidos en la Tierra, para formar familias y enriquecer el ADN.
Me dirigí a ellas como el candidato ideal. Las dos tenían la misma mirada, el mismo acerado control de sus expresiones. Les parecí una buena pareja. No habría problemas para reproducirnos, podría tener varios hijos con cada una de ellas. Aquellas dos mujeres idénticas, bellísimas, me confundían. No era exactamente lo que yo buscaba, pero al parecer nunca sería capaz de distinguirlas, hablaban con la misma voz, tenían las mismas expresiones, los mismos gestos y movimientos.
No lo pensé demasiado, puesto que había decidido huir de mí mismo —un aburrido historial de editor que estaba desembocando en la desidia más absoluta— y firmé el contrato, sin comprobar las condiciones ni conocer a mis compañeros de viaje. El viaje fue corto, entramos en trance a velocidad superlumínica y, cuando despertamos, estábamos aterrizando.
Lo que yo no podía prever era que en su mundo solo habría una variedad genética. Los cuatro millones de gemelas idénticas de nombre Aurora habían sido concebidas desde su nacimiento en un útero artificial, programado por un ente no binario que no entendía la necesidad del género masculino.
En la inmensa plaza Desiré, me esperaban un millón de Auroras idénticas. Otros tres millones estaban preparando las camas. Todas tenían entre quince y veinticinco años, y yo ya tenía cuarenta cuando me embarqué en aquel proyecto en que imaginaba una vida tranquila en un mundo nuevo, con unos pocos niños, porque no soportaba la idea de tener más de cuatro o cinco. No podía imaginar que cuatro años después tendría diez millones de hijos, la mayor parte inseminados, por fortuna, y que nunca sabría con quién me estaba acostando ni quién entraba y salía de mi casa. Mi mujer estaba por todas partes, pero nunca sabía a cuál tenía que dirigirme para seguir una conversación, cuál me acompañaría ese día en la comida o se metería en mi cama. Siempre la misma voz, la misma dulzura, porque ninguna recordaba mis torpezas ni mis enfados, ni lo que a mí me gustaba o disgustaba, ni el más mínimo de mis hábitos; nunca imaginé que pasaría el resto de mi vida con la misma mujer y que cada día sería la primera vez, que me llamarían padre todos los niños del mundo y que solo los conocería, uno por uno, un breve instante.