Lo de la pérdida de memoria tiene facetas positivas. No volvía a ver L’homme qui aimait les femmes (François Truffaut, 1977) porque me decía que la tenía muy presente. ¡Vaya solemne tontería! La he vuelto a ver ahora y muchísimas de sus escenas, si no me han sonado a nuevas, me han revelado cantidad de detalles que no había captado.
Me ha sorprendido especialmente lo que he visto como una prefiguración de la muerte del propio Truffaut. Ya en su inicio, la cámara nos muestra el recorrido de un furgón fúnebre hacia el cementerio. Enseguida veremos que se trata del entierro del protagonista, un alter ego de Truffaut encarnado por Charles Denner en uno de sus mejores papeles, y vemos, fugazmente, que un personaje que se hace a un lado para dejar pasar el coche de muertos es el mismo François Truffaut.
El primer sobresalto me ha llegado cuando, por un momento, he pensado que el cementerio en el que entra a continuación el furgón, del que vemos su portada, era el de Montmartre, en el que unos años después sería enterrado el propio realizador. Error mío, claro, porque todo el film está ambientado en Montpellier, pero que me ha producido una cierta desazón y ganas de seguir viendo el film, intrigado.
Hay más. En un momento de la trama, el ingeniero Bertrand Morane (Denner/Truffaut) ve a una niña vestida de un rojo chillón (que luego, en una corrección de galeradas de sus memorias, cambia por azul marino) llorando en un rincón de la escalera de vecinos. Entabla una jugosa conversación con ella, logrando calmarla y que confiese que sí, que siente un pequeño placer en el fondo de su ser al llorar, y que, por eso, en realidad, alarga el llanto. A continuación, le hace imaginarse cómo se ve a sí misma en el futuro, a lo que la niña responde con decisión.
—Veamos…, dices que a los 17 años. Será pues el 1985 —comenta entonces, meditando, Bertrand. Un cierto estremecimiento recorrió mi cuerpo, pensando que Truffaut moriría justo el año anterior y llevaría entonces, pues, un año muerto.
No he visto en la película (buscando como estoy ventanas significativas en el cine) el típico tragaluz de un subterráneo que permita ver las piernas de las paseantes, de los que está lleno (para placer de Jean-Louis Trintignant), Vivement dimanche (1983) pero sí un plano muy parecido: la cámara desde el agujero del ataúd registrando las piernas de las que han ido a dar el último adiós al fallecido. Y, aun sin el tinte funerario que estoy dando a este escrito, me gustaría dar a conocer otras sorpresas que me he llevado con la sesión.
Podemos empezar con citas muy pertinentes, como la mención en los diálogos de una ahora tristona Place Clichy, «porque ya no está el derruido Gaumont». O la hermosa autocita que tiene lugar tras una noche de amor de Bertrand. Ella —en esta ocasión, Brigitte Fosey—, hablando, retira la bandeja del desayuno de la cama, la lleva fuera de la habitación y la deja en el suelo, a donde, inevitablemente, acudirá en el plano siguiente un gato atraído por la leche derramada, al igual que pasaba en La peau douce (1964) y se rememoraba para el rodaje de “Palmira” en La noche americana (1973).
Podría hablar de otros detalles del film, como esas miradas subrepticias, discretas pero profundas, que le lanza la chica del taller de Bertrand; ese trío junto al fuego y su divertida gestación o el papel de Jean Dasté (el anteriormente actor de Jean Vigo), como médico al que acude Bertrand para tratarse una gonorrea. Esta última escena reconduce la película hacia el campo en el que se puede encuadrar con todo merecimiento, el de la edición, cuando Dasté señala el placer que se siente al ver un libro propio recién editado, quizás sólo comparable a «ver nacer al niño que has llevado nueve meses en tu cuerpo, pero eso nos es a nosotros vetado…».
Pero si traigo este escrito hoy aquí, a esta precisa sección de La Charca Literaria, es para dar cuenta de una escena concreta, que me ha afectado lo suficiente como para decirme que, después de un tiempo de escasez, ya tenía por fin algo que referenciar.
Bertrand Morane ha estado siguiendo a una chica despampanante, atraído hasta el mareo por cómo los flecos de su falda realzan sus piernas, pero no sabe cómo abordarla. Por fin, en un tablón de un centro comercial, la ve poner un anuncio, que ávidamente va a leer. En el anuncio ella se ofrece como baby sitter y él, ni corto ni perezoso, la llama para que efectúe un trabajo esa noche, dándole su dirección. Por la noche llega ella y pregunta dónde está la criatura, a lo que él responde que no la despierte, que está durmiendo en la habitación contigua. Desgraciadamente ella va a verla mientras él le prepara algo para beber, descubriendo que el niño en cuestión no es sino un muñeco. Indignada, enarbolando en su mano el muñeco, le pide explicaciones a Bertrand, quien, con una cara de desamparo enorme, que nos llega, entre la risa y el lloro, a todos los espectadores, sentencia en su defensa:
—¡El niño soy yo!