Siempre fui un personaje anónimo. Cuando era niño me libraba de castigos y regañinas porque ninguna persona reparaba en mi existencia. Es cierto que tampoco recibía regalos ni prebendas, pero no me importaba, sopesaba los pros y los contras y acababa decidiendo que era mejor así.
En la adolescencia y la juventud, podía pasearme por entre las líneas de la realidad y recorrer los mil paraísos artificiales, sin necesidad de dar explicaciones, y, por supuesto, sin ningún tipo de implicación o responsabilidad psicocultural. Era una maravilla.
Al hacerme mayor, las trastadas se convirtieron en fechorías, a veces en auténticos delitos. Recuerdo el día que provoqué el incidente. Conseguí que todos los semáforos lucieran de verde esperanza, y que los radares del aeropuerto ocultaran su sonido electromagnético tras el ruido melódico y simple de la nada. Sí, lo sé, fue una obra de arte. Cinco aviones se estrellaron en pleno vuelo. Otros quince quemaron sus arrugados fuselajes en las pistas. Doce más se empotraron en las terminales, para acabar convirtiendo salas y vestíbulos en trampas mortales. Las calles, transformadas en un caos desestructurado de plásticos y metales retorcidos, fueron las tumbas improvisadas de millones de ciudadanos. Durante días vi a sus almas perdidas consumirse en el negro nirvana de la desesperación, porque cielo e infierno habían cerrado sus puertas. Alegaron motivos de seguridad. ¡Qué tiempos!
Ahora, ya en el declive de la madurez, cuando el mundo es todo prisas y ansiedades, vivo disfrutando de la tranquilidad infinita que me proporcionaba la impunidad.
Naturalmente soy millonario. Multimillonario. Más que eso, ultrabillonario. Tengo tanto, que la desgana y el aburrimiento me invitan, muchas veces, a hacerme cargo de las deudas y problemas económicos de muchos indefensos. Hace unos días conseguí evitar que un pobre ingenuo se gastara sus escasos ahorros en la compra de una multinacional dedicada al insulto digital. Para celebrarlo se fue al espacio a dar una vuelta, en una nave-cohete suya que tenía por ahí guardada. No me lo agradeció, claro, ¿cómo podría? Si ni siquiera sabe lo que le ha pasado. En el fondo me dio un poco de lástima. Me estoy haciendo viejo.
Pero todo cambió esta mañana. Una señora de mediana edad, llena de la natural y espléndida belleza que la vida dibuja en los rostros, se me acercó sonriente y me espetó:
—Hola, Raúl.
—¡Hostias! —pensé. — ¿Sabes quién soy? ¿Me ves?
—Desde luego —respondió convencida. —Admiré tus primeras invenciones: el fuego, la rueda, tus pintadas de intención pedagógica en las cavernas, tus versos épicos y epopéyicos. Me gustó mucho lo del Lazarillo y reí con ganas cuando se atribuyó el escrito a los más peregrinos autores. En fin, fuiste mi primer y único amor. No ha habido ni un segundo de mi vida en el que no haya pensado en ti. ¿Me firmarías un autógrafo?
Tomé el bolígrafo y el papel que me ofrecía con suavidad y dulzura.
—¿Cómo te llamas? —Pregunté confundido.
—Nadie —dijo, sin más.
Mi mundo se ha venido abajo. Ya no soy Anónimo, el gran creador de simplezas. He descubierto que Nadie me conoce.