«Rashômon» y «Un caballero andaluz»

A la luz de las estrellas


Una noche de julio o agosto de 1955, en una terraza de cine al aire libre del pueblo de Jumilla (Murcia), vi con mis hermanos, Juan y Rosario, un programa doble que ahora resultaría insólito pero que, en esos años en los que los exhibidores se tenían que acomodar a lo que había disponible en las distribuidoras, era de una disparidad habitual: Rashômon, abría la sesión, y Un caballero andaluz, el plato fuerte, la cerraba.

La película del director japonés lo había elevado a los altares cinematográficos y, con los años, sería plagiado sin contemplaciones por otros colegas, lo reconocieran o no, como en el caso del sobrestimado Sergio Leone director de Por un puñado de dólares, 1964, plagio de Yojimbo (Kurosawa, 1961). Leone dijo que se trataba de un homenaje a Kurosawa, que es el sustantivo que todos los copiones cinematográficos utilizan para no admitir que se trata de un plagio descarado.

Desde 1948, año de jubilación de mi abuelo Juan, mis padres y mis hermanos y yo veraneábamos en Jumilla, pueblo natal de mi madre y mi abuela materna, Águeda. Mi abuelo era director de la Casa Lombard, una fábrica de sedas ubicada en Almoines (Valencia), en donde pasamos las vacaciones de verano algunas veces. En 1935, mis padres se fueron a vivir a Barcelona y allí nacimos los tres hermanos: Juan, el 18 de julio de 1936, en pleno golpe de Estado y sin que ni el médico ni la comadrona pudieran llegar porque el piso estaba en un edificio cercano a la Plaza de Cataluña, la zona más castigada por sangrientos enfrentamientos. Rosario nació en octubre de 1938, con la Guerra Civil llegando a su final, y yo en 1942, así que las diferencias de edad entre ellos y yo eran notables y la capacidad para comprender lo que sucedía en Rashômon muy escasa, en mi caso. De todas formas, ya estaba al tanto de que los niños no venían de París y de que los Reyes Magos eran los padres.

Aquella noche de verano, la mayor parte del público se fue tomando a cachondeo la larga secuencia inicial del leñador atravesando el bosque. Sin embargo, conforme se desarrollaba la acción, con las diversas versiones de lo que había sucedido, el público terminó por entrar en la película y se acabaron los comentarios jocosos. Yo, lo que sabía de los japoneses me venía de los tebeos de Hazañas Bélicas, que no era una información muy fiable. Una gran película podrá gustar en mayor o menor medida a los espectadores, pero termina por atrapar incluso a los más recalcitrantes, si tienen paciencia y no se dejan llevar por la impresión inicial de rechazo; y, en mi caso, me llevó a dudar de la veracidad de lo que leía en aquellos tebeos donde los japoneses eran todos pérfidos, mentirosos, traidores y rematadamente malos.

Con todo, a pesar de que el público había entrado en la trama, el suspiro de alivio cuando terminó la proyección fue general, seguido sin solución de continuidad por una explosión de júbilo ante el comienzo de Un caballero andaluz. Fue un contraste tan exagerado que a mis hermanos y a mí se nos escapó la risa. Con las andanzas del caballero y rejoneador (Jorge Mistral) y la gitana ciega (Carmen Sevilla) en aquel melodrama folclórico, me aburrí como una ostra y el suspiro de alivio cuando se terminó fue mío. Como, más o menos, decía Sam Goldwin, el famoso productor de la G de MGM: «no hay nada que te haga notar mejor lo incómodo que es el asiento como una película que te aburre». Y aquellas condenadas sillas de tijera plegables no estaban hechas para sentarse en ellas tantas horas cuando la película no te gustaba.  

La cultura japonesa recibida a través del cine y la literatura tenía muchos seguidores en la Barcelona de aquellos años; se estrenaban películas de vez en cuando, de la misma forma que no era raro que llegaran a las librerías novelas de autores japoneses. No recuerdo si por propia voluntad o contagiado por el entusiasmo de mi hermana, durante esos años y en la década siguiente, leí algunas novelas, de las que recuerdo especialmente Las hermanas Makioka, de Yunichiro Tanizaki, cuyas versiones cinematográficas de 1950, de Yutaka Abe y de 1983, de Kon Ichikawa no creo que llegaran a estrenarse en España.

Lo poco que llegaba a las pantallas de Kurosawa me fue alejando de su cine, quizá, también, porque yo había cambiado, y ver Dodeskaden, a principios de los setenta fue la puntilla. Por otra parte, esta década trajo un cambio radical en mis intereses literarios y cinematográficos que, en realidad no eran más que una parte, y no la más importante, de un cambio mucho más profundo.