Era una de esas noches en las que llegas a pensar que estás vivo por casualidad. El aire silbaba con fuerza entre las paredes y las ventanas, marcando las distancias con objetos que volaban como balas trazadoras, bramando como un animal herido y llevándose por delante ramas de árboles, contenedores que bailaban como cubiletes de parchís y plásticos de colores que aportaban un aire de fiesta fantasmal.
Yo estaba en el bar de la esquina de mi calle, una calle húmeda y sombría en la que la gente evitaba las esquinas. Una carretera separaba el barrio de la parte noble de la ciudad, dos carriles por lado, un tránsito desbocado y prisa por llegar a cenar con sus familias y sentase ante la hoguera tribal, ante la maldita televisión, que anula la voluntad y el tiempo de cualquiera.
Desde la barra vi a una mujer, sentada, sola, con una taza de café que llevaba un tiempo vacía. El tiempo en que yo había pedido tres absentas y tres vasos de agua. Con unas rayas de coca aguantas todo el alcohol que te quepa en el estómago. Me aburría, me senté a su lado, tenía el rímel corrido y el cuello de la gabardina aún subido. Quedaba media hora hasta que llegara mi colega con dos gramos de base para pasar la noche con un par de amigas. La miré, puse mi mano encima de la suya y al contacto su piel pareció brillar. Me fijé en las cicatrices de sus muñecas. No sabía qué decirle, se me ocurrió un juego divertido para pasar el rato. No llevaba el revólver, mi 38 especial, ideal para jugar a la ruleta rusa. Tampoco quería ver su preciosa cabecita volando en mil pedazos y manchando las paredes de mi despacho, aunque mis clientes no eran especialmente aprensivos a la sangre.
Así que le dije “Te doy quinientos euros si atraviesas la carretera en menos de quince segundos”. Le di el dinero por adelantado, lo metió en el sujetador, me miró como quien mira al diablo después de haberlo invocado mucho tiempo, y dijo: “Gracias, no tengo nada que perder”.
Salimos y nos colocamos en el arcén. El viento había amainado y ahora la lluvia formaba esferas de gotas de agua como pequeños granos de uva blanca. Eligió el momento y salió corriendo. Casi lo consigue, el coche que la levantó diez metros antes de caer en el tercer carril no llevaba luces. Mala suerte.
A ver cómo recupero el dinero antes de que lleguen las ambulancias.
Fotografía de Ikko Narahara.