Morir de comerse el mundo

Cruzando los límites


Los efectos de la vacuna tardaron en salir a la luz un año largo. Los primeros vacunados empezaron a sentir una euforia descontrolada, seguida de periodos cortos de depresión injustificada. Todo parecía indicar que el cerebro segregaba determinadas hormonas sin causa física ni emocional que pudiera demostrarse. 

Mirra, psicóloga, empezó a sospechar que algo pasaba cuando se detectó que esos estados alterados de la conciencia se producían al unísono por grupos de vecinos, no solo del mismo bloque de edificios, sino por barrios e incluso en la totalidad de poblaciones pequeñas. 

Un día, se despertaba al amanecer eufórica, con ganas de comerse el mundo, y observaba que sus vecinos estaban en danza a la misma hora, cantaban, salían a correr, y por la noche no se acostaban nunca, incluso los ancianos gritaban en los balcones su alegría. Otro día, apenas podía levantarse, la embargaba una tristeza insuperable, abría el balcón con aprensión, tratando de no pensar en lanzarse al vacío. Esos días, la consulta del hospital donde trabajaba se llenaba de gente que quería antidepresivos a toda costa. Hicieron averiguaciones y descubrieron que el fenómeno se repetía en otros hospitales. Enseguida se estableció una pauta obsesivo-compulsiva que pasó de diaria a semanal.

Muy pronto, se redujo el ámbito de los efectos. Cuando en su bloque imperaba la depresión, en la escalera vecina la gente salía a los balcones a corear su felicidad, como si estuvieran en un campo de fútbol. Incluso personas que conocía por su adustez parecían haber enloquecido, como si hubieran rejuvenecido treinta años y dejado de lado cualquier atisbo de timidez.

Habló con sus compañeros del hospital. Había que abrir una investigación. Tardaron semanas en descubrir que las vacunas contra el coronavirus llevaban un componente extremadamente pequeño que se había implantado en cada uno de los noventa mil millones de neuronas del cerebro, y que respondía a determinados campos electromagnéticos.

Se mantuvo el silencio porque los episodios de euforia y depresión grupal cesaron como habían empezado. Para los investigadores fue como quedar varados en el espacio. Nadie sabía por qué y para qué.

Hasta que, sin razones aparentes, la gente empezó a suicidarse, como cuando las primeras gotas anuncian un diluvio inminente.