Y la nieve se cierne sobre nosotros, la más fina. Un cendal de nublados, leve velo que ni esperanzas abriga, separa los copos vulgares, por gordos y bastos, de los que nos arropan, capa a capa.
Hora a hora, en tejido mullido se convierten y, grado a grado, hielo a hielo, en caparazón armado nos confinan. Regresa el encierro, y aun se redobla: la amenaza de la pandemia, por el aire; el riesgo traumatológico, por el suelo.
Nos queda la libertad de la olla lenta, de las meriendas sin pan del día, de los ojos inyectados de pantallas. Bufandas inverosímiles son rescatadas y se pone a prueba la felpa de los pijamas frente a la bajada generalizada de temperamentos, que nos golpea en los muslos cuando bajamos al perro, gran dibujante de abstracciones doradas, y humeantes, sobre las nieves rotas entre los coches varados en bordillos de aceras, como costas de Islandia.
Quisiéramos catapultarnos. Así, sin matices. Pero no nos queda más que, si nos animamos, ser catapulta. Así, hoy, rebaño la delgada placenta de nieve que dormita aún sobre la corteza de hielo. Hago revolotear entre mis manos esta porción de frío blanco y la convierto en bala.
Y ya soy catapulta. Ejecuto el lanzamiento, inmóvil, humeante. Estoy hecha un arma.