Tocaba bajar a Barcelona por negocios. En el zurrón, una buena bolsa de cogollos y una muestra de tinta invisible, con tintero, portaplumas y plumilla, para hacer demostraciones a los colegas. En la masía donde vivía, muy aislada, intentaba una economía autárquica con productos hortícolas de consumo propio y muy poca carne, algún pollo ocasional. Las plantas de maría, diseminadas entre el maíz, ayudaban también a la renta. Entre medio, sin embargo, se colaban necesidades más prosaicas: proveerse de suministros varios, de materia prima para trabajos de artesanía y frascos para comercializar la tinta simpática, y colocar a buen precio el fumable producto de la tierra.
Aprovechando la visita a la ciudad también recogería el pasaporte, cuya renovación ya había gestionado. En la comisaría de plaza España, en ventanilla, me indicaron que debía subir al primer piso donde me lo entregarían. Arriba, con sorpresa superlativa, me escupen de que estoy detenido por figurar en busca y captura.
Enseguida, con el morral a rastras, me vi en el asiento trasero de un coche Zeta de la policía, trasladado a la jefatura de Vía Layetana. Atónito, pregunté qué sucedía, pues no entendía de qué iba todo aquello. Me hicieron callar con esa mirada que acusa de delincuente y, casi vociferando que algo malo habría hecho para estar arrestado, retiraban el subfusil a un lugar más seguro para que no tuviera fácil acceso al arma.
En la Central, de cabeza al sótano; requisado, sin abrir, depositaron el hato encima de unas taquillas del pasillo, de manera que cada vez que iba al servicio (pocas veces), veía el bulto como una amenaza. En la mazmorra, acurrucado en un rincón, mi pensamiento era un fardo inconexo, del todo angustiado, que no hallaba explicación a aquel cautiverio. Además me aterraba la imagen persistente de la hierba en medio de tanta policía, en el mismo núcleo de la sede barcelonesa de la seguridad y represión policial.
Después de setenta y dos horas sin ser reclamado por ningún juez, mi estancia en la comisaría tenía que terminar y debían trasladarme a la cárcel Modelo. Nos llamaron, nos pusieron en fila y nos devolvieron nuestras pertenencias. Nervioso, con la bandolera colgada, mientras los policías iban y venían, abrí no sé cómo la cremallera, introduje la mano, saqué la bolsa de plástico y la metí entre los cojones, todo en décimas de segundo.
En extrema tensión pedí a un guardia ir al retrete. ¡Ahora vas a mear! ¡Ya nos vamos! Crucé las manos en el bajo vientre a la vez que flexionaba la rodilla derecha hacia la izquierda y movía el cuerpo en un vaivén horizontal: los gestos de quien no aguanta más la necesidad perentoria de evacuar dieron resultado. Malhumorado, exigió, ¡rápido! En la letrina, un orificio en el suelo para cagar a pulso, con el corazón a trompicones, deshice a mordiscos el nudo del envoltorio, vertí el contenido y golpeé el pulsador del agua con furia. Alrededor de la boca de cerámica, desgastada y asquerosamente inmunda, quedaron unas hebras verdes que empujé con los dedos para que rodaran hacia la alcantarilla. Finalmente, aligeré la vejiga para hundir los restos rezagados. Después de aquel vértigo, volver a la hilera fue el nirvana.
Partimos. Transportados en un furgón con un minúsculo ventanuco que daba a la cabina del conductor, a oscuras y embutidos, la presión movió a la charla. Al instante reconocí entre las voces una cadencia familiar. Era el canario con quien me había codeado haciendo de hippie por Benicasim. Su dicción era inconfundible, tanto por el acento insular como por su peculiar y personal tono. Me agarré a ese bastón. Después de todas las emociones desmenuzadas, había alguien a quien conocía. A él también le ocurrió lo mismo, ya que se abrazó a la referencia como a un suspiro.
En la calle de Entença, cacheo al ingresar. Hurgada la mochila, los funcionarios no encuentran nada peligroso, nada que no pueda llevarme a la celda, y me permiten conservar el macuto y su contenido.
A los recién llegados se les aísla en un chabolo provisional, apodado el periodo, hasta ser destinados a un calabozo definitivo. Solo recuerdo al canario, a un abogado arrugado y abatido, a un chaval zozobrando y a otro, despreocupado, que regresaba a su ambiente. Teníamos tiempo para contarnos historias. Mi contribución fue revelar un mensaje oculto escrito con la tinta transparente. Poseía los utensilios necesarios para la exhibición: el líquido, la plumilla, el papel interior de un paquete de tabaco y un encendedor para calentar el texto escondido.
Impresionados, el detenido habitual, sin embargo, me aconsejó. En cualquier momento podría haber un registro y si me encontraban, sobre todo el plumín, tendría problemas por ser susceptible de utilizarse como una navaja, un pincho. Además los agentes podían sospechar que la tinta invisible fuera para enviar noticias al exterior y, si quisieran rizar el rizo, podían acusarme de pertenecer al servicio secreto de un país hostil o encajarme con tranquilidad en una mafia.
Otra vez al tigre, situado en el mismo tugurio, sucio y desencajado. Raudo, tiré el acero, el contenido y hasta el frasco, a riesgo de atascar el desagüe. No cesaba de deshacerme de objetos del todo “ilegales”, con la certeza de que no lo eran en absoluto. Siempre corriendo, huyendo de un sin sentido. Otro alivio.
A mi amigo el canario lo habían pillado en el aeropuerto del Prat de Barcelona, también en búsqueda, por un asunto en Málaga. Llevaba unas cuatrocientas mil pesetas en efectivo, justificadas mediante documento legal para una operación comercial. Iba a Holanda a comprar artículos de mayorista. No le podían confiscar el dinero pero, como en la trena solo está permitida una cantidad exigua, los funcionarios de prisiones extendieron un recibo que acreditaba la custodia de la suma mientras estuviera arrestado y solo se le traspasaría una cantidad estipulada cada cierto tiempo. Con la garita abierta de par en par, comenzaron a contar ostensiblemente los billetes para hacer patente a los presidiarios boquiabiertos, que el Rubio tenía pasta.
Una vez enjaulados no pararon de ofrecernos todo tipo de drogas, chocolate, coca, caballo e, incluso, por la rendija de la puerta deslizaron el anticipo de una buena china. La compartimos.
Al final llegó la media hora de paseo diario de la que pueden disfrutar los julais. Como casi todos teníamos equipaje, decidimos hacer turnos de vigilancia: me correspondió la primera guardia.
La desbandada fue instantánea. A continuación, irrumpieron al asalto dos socios con la intención de llevarse la maleta del Rubio, pero allí estaba yo para garantizar que no hubiera robo. Triste argumento dentro de un penal. El propietario podía comprarse al menos doscientos petates como aquel, en prisión había que buscarse la vida; escuetos, no necesitaron más palabras.
Me mostré, mintiendo, harto conocedor de lo que se cocía para sobrevivir detrás de aquellos barrotes, pero aún así, me negaba a que se llevaran la valija. Temblaba.
—¡Pues lo tienes mal, eh! —A la vez que me enseñaban un objeto que brillaba.
—¡Estás muerto!
El paroxismo rasgaba el límite, cuando de repente entraron dos de mis camaradas de antro. Balsámicos. Con su presencia los hampones se retiraron discretos. Me tocaba desentumecer las piernas. La ronda consistía en lo típico de las cárceles. De arriba abajo con celeridad como si te dirigieras con urgencia a algún lugar, indefinido, inexistente. A cada vuelta me cruzaba con los del puñal, que flojito y agresivos, ya no tienes vida, disparaban en la cara. Otro problema grave con el que acabé escagarruzado del todo.
Al anochecer se abrió la puerta y un responsable, con un gesto de cabeza, me indicó que podía salir. El inexplicable suceso del arresto se resolvió cuando el juez que me reclamaba volvió de disfrutar de un largo y sosegado fin de semana y encontró en la mesa la notificación de la detención. Solo tenía que presentarme ante él para recoger la sentencia de un accidente de tráfico sin importancia, resolución que no me había llegado por haber cambiado de domicilio.
Salí corriendo y puse dinamita por medio. Con la lejanía, el suceso se transformó en secuela satisfactoria. Pasear unos productos prohibidos por la telaraña del orden establecido y escapar de la trampa: la vanidad todavía me acompaña.