Los egos son como el colesterol

Crónicas mínimas

 

Esta tarde he ido a la presentación de un poemario de una amiga en la librería Claret de Barcelona. Han sido tres presentadores de ringorrango. Uno de ellos, catedrático de universidad, se ha dirigido a los presentes como si fuéramos alumnos; el segundo, un periodista que trabaja en La Vanguardia, durante sus vacaciones siempre se desplaza a los campos de refugiados —fíjate qué buena labor solidaria hace—; el tercero, un escritor catalán mediático, con su lazo amarillo en el pecho. Los tres han hecho un parlamento brillante; incluso, el escritor ha ido más allá y nos ha dado algunas lecciones de ética que me han recordado a los hermanos maristas del colegio de mi pubertad. Tres personas que nos han demostrado cuánto saben y qué bien hablan, pero ninguno ha glosado el libro de mi pobre amiga.

Algunos egos van creciendo con el tiempo como el colesterol, que silencioso, va obstruyendo las arterias que riegan el cerebro.

Por un momento me ha parecido que a Carmen, la poeta de la que hablo y supuestamente la protagonista, se le ha puesto cara de tonta.