Ruffo

Crónicas mínimas

 

Normalmente, cuando alguien te cuenta una historia con desenlace gracioso e inesperado, la primera reacción es reírte. Pero ocurre que, a veces, pasado un tiempo, te asalta la duda de si, lo que te han contado, no tendrá otra interpretación que va más allá de la risa inicial. Eso me ocurrió días después cuando el escritor Lázaro Covadlo me narró la historia del «perro hablador». Lázaro es, podíamos decir, un escritor de «culto» y tenemos la suerte de disfrutar de sus historias en La Charca. Autor de numerosas novelas donde combina el ingenio y la ironía, conformando un universo singular que conjuga, en ocasiones, con un sentido del humor muy particular. Nacido en Buenos Aires, está con nosotros (el placer es nuestro), desde 1975, cuando motivos políticos le obligaron a dejar su país. Es un argentino serio y contenido, lo que en principio nos descoloca un poco, acostumbrados como estamos a la exuberancia de algunos porteños. Por eso conociendo su obra, hace que piense, al contarme un relato, que ha querido decir algo más. ¿Me está hablando del género humano? ¿Quizás de los argentinos en particular? Tal vez no. Culpa mía, sin duda por elucubrar. Pero en contrapartida pone en funcionamiento a mis tristes neuronas que, muchas veces, se atascan, sobre todo en estos días en los que el calor mortifica.

Lázaro vive en Sitges, la Blanca Subur, lugar privilegiado e ideal, sobre todo en invierno que no está invadido por tropeles de guiris. Sentado en una terraza frente al mar, Lázaro comenzó su narración:

Iba un automovilista por una carretera interminable de La Patagonia. Llevaba varias horas al volante sin descansar, cuando a los lejos vislumbró en una casa solitaria un cartel que decía “Se vende perro hablador”. Por un instante pensó que se trataba de una broma, pero decidió parar y así podría estirar un poco las piernas.

Cuando llegó a la puerta de la casa, comprobó que estaba abierta, por lo que solo tuvo que empujar levemente y dar los buenos días. Desde el fondo de la estancia una voz le respondió con el mismo saludo.

—¿Es cierto que tiene un perro que habla?

—Sí señor, es un dogo argentino.

—¿Podía verlo?

— Claro que sí. Pase por favor, está en el patio. Se llama Ruffo.

Ambos pasaron y en efecto, había un dogo tumbado a la sombra junto a lo que debía ser su caseta.

—Dígale algo — le indicó en voz baja el dueño de la casa.

—¡Hola Ruffo, buenos días! ¿Es cierto que hablas?

A lo que el dogo le contestó:

—¡Buenos días, caballero! 

El viajero quedó estupefacto y el perro continuó hablando sin que nadie le preguntara y sin parar:

—Caballero, llevo aquí ya muchos años. Antes estuve en Cuba en Sierra Maestra junto a Fidel Castro. Entré junto a él en la Habana, cuando conseguimos derrotar al dictador Fulgencio Batista y culminar nuestra revolución en 1959. Más tarde estuve con las tropas que sofocaron la invasión de Bahía de Cochinos en 1961 organizada por los cubanos exiliados apoyados por los yanquis. Fue un gran triunfo de las Milicias y las Fuerzas Armadas Revolucionarias, que apuntaló nuestra revolución. Posteriormente, marché con Che Guevara y luché junto a él por América Latina. Había que extender la lucha guerrillera como primer paso para combatir las injusticias sociales de los pueblos oprimidos. A la muerte de Ernesto en 1967, me vine a mi tierra para descansar los últimos días de mi vida. Tuve muchos hijos y aquí estoy. Con mi soledad y con los recuerdos de mis camaradas.

El «caballero» no salía de su asombro. Se despidió de él y en la puerta le preguntó al dueño:

—¿Por cuánto lo vende?

— Si me da diez dólares, es suyo.

— ¡Solo diez dólares! ¿Cómo es posible que me lo venda tan barato?

A lo que el dueño respondió con vehemencia:

—¡¡Si es que resulta que Ruffo es un mentiroso de mierda!!