O espera en la esquina noroeste de la plaza cuadrada, ha quedado con X después de unas semanas de conversación vía chat.
X la espía desde la esquina norte opuesta, preguntándose si, en efecto, aquella que mira el reloj a cada minuto será O.
Aburrida, O camina hasta la fuente que preside el centro de la extensión cementada y pasea la vista a su alrededor.
X se desplaza rápidamente en línea recta a la esquina sur, con la esperanza de captar sus ojos y que surja la chispa sin necesidad de palabras.
Sospechando un plantón, O se acerca al puesto de helados situado en el lateral este para consolarse con un cucurucho de fresa.
X se sienta en un banco al sur de la fuente, sin decidirse a acompañarla con un polo de limón.
O cruza al otro lado de la plaza, aguarda unos instantes y decide que X le ha tomado el pelo, se felicita por no haber llegado a conocer a semejante mentecato y se marcha.
X la contempla impotente y, con la cabeza entre las manos, maldice esa timidez suya que siempre le aboca a perder en este juego, tan aparentemente sencillo, llamado amor.