Que un personaje de novela se convierta en un mito universal supera la aspiración literaria más ambiciosa. La lectura de Frankenstein no llegó a apasionarme nunca, en cambio, la vida de su creadora me interesó desde que leí en mi adolescencia la biografía de Lord Byron escrita por André Maurois.
El volumen de biografías me lo regaló una amiga, no porque quisiera compartir los personajes sobre los que escribió Maurois, sino porque el libro era un estorbo en un piso de apenas cincuenta metros cuadrados donde convivían nueve personas, hermanos, padres y abuela. El padre de mi amiga trabajaba en un almacén y de vez en cuando les traían cargamentos de libros para su destrucción. Ese libro aún lo conservo, con sus páginas de papel de biblia y la cinta negra separadora de hojas. Lo editó Plaza Janés en 1968 y gracias a él, el verano en el que cumplí quince años pasó como un sueño entre aquellas páginas. No solo leí la biografía de Lord Byron, también la de Percy Shelley, Disraeli, Turgueniev, Lyautey y Voltaire.
De vuelta al Instituto, me sentía una chica fuera de lugar y de tiempo porque lo que yo quería era viajar por Europa y relacionarme con poetas románticos y de vida atormentada. Por suerte, ese deseo se truncó y he de decir que nunca tuve un novio poeta.
De Mary Shelley, André Maurois escribió poco y muy impreciso; en la biografía de Percy Shelley aparece como una mujer devota del poeta, una carga debido a su cariño ciego y a la pena que intentaba disimular tras la muerte de sus dos primeros hijos, como se ve, un ambiente poco propicio para la lírica. Mary Shelley —antes Mary Godwin Wollstonecraft— es en esa biografía una presencia doméstica, una mujer que escribía muchas cartas y que en Ginebra escribió el relato Dr. Victor Frankenstein, no como Byron que propuso el juego de escribir relatos de terror y abandonó sin presentar nada, tampoco Shelley fue capaz de acabar lo que fuera que escribiera durante aquel junio de 1816.
Mary Shelley y el doctor Polidori (acompañante de Byron) escribieron dos relatos memorables; la una, el famoso Doctor Frankenstein; Polidori, Vampire, una novela que Bram Stoker leyó y en la que se inspiró para escribir Drácula.
En la biografía de Byron, Mary Shelley es tratada en su calidad de consorte y hermanastra de su amante. Byron, como sabemos, no perdía oportunidad de llevarse mujeres a su cama.
En esas referencias breves y desafortunadas a Mary Shelley, descubrí una joven más o menos de mi edad, tenía dieciséis años cuando se unió a Shelley, y con una inteligencia extraordinaria. Salió a su madre, Mary Wollstonecraft, la filósofa y pensadora, puntal del feminismo en la primera época. El padre de Mary Shelley fue William Godwin, un filósofo político, gran conocedor de los enciclopedistas franceses y teórico del anarquismo.
Con estos progenitores, Mary Shelley se alimentó de los escritos de su madre, a quien no conoció porque murió a consecuencia de una infección puerperal y de las teorías y conversaciones de los invitados que congregaba su padre en la casa familiar, personajes muy influyentes en la vida cultural y política londinense.
Mary Shelley no podía ni quería ser una joven casadera, tenía un proyecto vital fiel al ideario de su madre, intentó vivir al margen de las convenciones sociales, abrazó el amor libre y rechazo cualquier fuente de autoridad, tal como su padre proponía. Podemos imaginar que el mundo era un lugar muy inhóspito para una joven tan sensible y conocedora de la irrelevancia social a la que se confinaba a las mujeres, sobre todo cuando se es una joven que quiere ser tratada por sus méritos intelectuales y no por su género sexual. Sin embargo, su principal aflicción procedía de su padre, el filósofo anarquista, porque una cosa es predicar y otra dar trigo. A Mary no le prestó ni la atención ni el afecto que una niña sin madre necesitaba. En casa de Godwin todo giraba en torno a él. Desde muy joven, Mary conoció la soledad y la falta de cariño. Admiraba a su padre y deseaba su atención, cosa que solo consiguió unos años más tarde y por puro interés, cuando Godwin necesitaba dinero y acudió a los Shelley con la pretensión de que lo sacaran de la bancarrota, cosa a la que se negó el poeta Percy Shelley.
El retrato de Mary Shelley comparte los rasgos psicológicos que asignará al Monstruo, la criatura creada por el doctor Victor Frankenstein. El rechazo de su padre, el miedo y la repulsión que lo confinarán a vagar en soledad, convierten al Monstruo en una criatura desamparada e incomprendida, tal como debió sentirse Mary Shelley. Su aspecto físico pálido, de frente muy ancha forma parte también de la apariencia del hijo de Frankenstein, esa criatura que no entendía el porqué del rechazo de su creador y tampoco que fuera condenado a una vida sin amor ni familia.
Al otro lado del mito de la ciencia sin ética ni humanidad en su invención, palpita en el monstruo, ese personaje de visión abominable, el relato de una mujer que sufrió las penalidades de una vida de insatisfacciones, de dolor emocional, siempre a la búsqueda del amor que no conoció.
Se sabe que tras la muerte de Shelley, Mary retocó la novela en varias ocasiones dándole un sesgo más “científico”; también se dedicó a añadir, romper y ocultar cartas que delataban una vida amorosa muy poco afortunada. Cuando se escarba en la vida de Mary Shelley, escritora de una inverosímil sabiduría a la edad en la que escribió el relato, apenas 19 años, es imposible no ver en las palabras del monstruo carne de su propia carne: “Las frías estrellas parecían brillar burlonamente, y los árboles desnudos agitaban sus ramas; de cuando en cuando el dulce trino de algún pájaro rompía la total quietud. Todo, menos yo, descansaba o gozaba. Yo, como el archidemonio, llevaba un infierno en mis entrañas; y, no encontrando a nadie que me comprendiera, quería arrancar los árboles, sembrar el caos y la destrucción a mi alrededor, y sentarme después a disfrutar de los destrozos”.