Understatement es una palabra inglesa que define el hecho de atenuar la gravedad de una situación resaltando sus aspectos más nimios. Un modo de enfocar la acción que funciona como agente desestabilizador, pues acentuar lo trivial (o lo grotesco, o lo cómico) contrarresta lo sombrío y supone un contraste que causa sorpresa en el lector/espectador. Las vanguardias del siglo XX ya se sirvieron de elementos chocantes a fin de potenciar su arte y, de paso, sacudir conciencias biempensantes. Y antes que ellos lo hizo el Conde de Lautréamont, padre del archiconocido «encuentro fortuito entre una máquina de coser y un paraguas en una mesa de disección». También reflexionó acerca de esta técnica de distanciamiento el profesor y crítico literario Carlos Bousoño en su Teoría de la expresión poética[1], al referirse a la «ruptura del sistema lógico» como uno de los recursos retóricos destinados a reforzar la riqueza del poema.
En la entrevista que Hitchcock le concedió a Truffaut en 1962 y que cuatro años más tarde se convertiría en libro[2], el director británico pronunció el vocablo understatement en diferentes ocasiones, con el objeto de precisar que el tono irónico con que solía neutralizar la trascendencia de determinados acontecimientos, equilibraba la tensión y actuaba como revulsivo. Por supuesto, al aludir a su película de 1955 The Trouble with Harry (Pero… ¿quién mató a Harry?), el término aparecía de nuevo y, en este caso, no solo relacionado con momentos concretos de la película, sino con toda ella, de principio a fin.
Y este fue, precisamente, el factor que más desagradó al público que la vio en su estreno, atónito ante la mezcla irreverente de relato criminal y comedia negra. La frivolidad con que se narraba una trama cuyo eje era el hallazgo de un cadáver en plena campiña, se recibió poco menos que como una estafa. Una cosa era aceptar las bromas macabras que Hitchcock solía insertar de vez en cuando, y otra muy distinta comulgar con el tono general de una película que se pitorreaba abiertamente de la muerte y el asesinato, vinculándolos, además, con la mordacidad, el erotismo, el galanteo y la placidez de un pueblecito de postal. Con la moralina hemos topado. Y con los tópicos también.
El finado en cuestión —mostrado siempre en escorzo, como si fuera una representación profana del Cristo de Mantegna, y con los pies habitualmente en primer plano— resulta ser un tal Harry al que algunos de los protagonistas, creyéndose responsables de su muerte accidental, deciden enterrar para desenterrarlo después y volver a darle sepultura más adelante, hasta convencerse, tras muchas idas y venidas, de que las circunstancias imponen exhumarlo definitivamente. Entre tanto, sobra tiempo para el coqueteo y las insinuaciones sexuales (¡impagable el viejo capitán seduciendo a la dama puritana mientras uno de sus brazos reposa sobre el prominente pecho de la figura femenina que antaño fue mascarón de proa de su barco!). Y, por supuesto, el cuerpo sin vida de Harry, siempre ahí, en medio de todas las intrigas y con los pies por delante.
El ambiente distendido, los diálogos plagados de dobles sentidos, el predominio de lo absurdo y la alegría con que se enlazan Eros y Tánatos en clave casi surrealista, resultaron ser veneno para la taquilla. Quienes se aferraban al tópico del «mago del suspense» como a un clavo ardiendo, percibieron la película como una tomadura de pelo que distaba mucho de otros Hitchcock narrativamente más convencionales y comme il faut.
Tampoco ayudó demasiado un elenco sin grandes estrellas que sirvieran de reclamo, algo muy común en esa época. Apostar por actores alejados del oropel hollywoodiense, como John Forsythe y Shirley McLaine (por aquel entonces, aún desconocida), no contribuyó a que los espectadores acudieran en tropel a las salas de cine. Ni siquiera los veteranos Edmund Gwenn y Mildred Natwick, dos secundarios con trayectorias más que solventes, o el propio Hitchcock, cuyo solo apellido funcionaba como marca de fábrica, consiguieron obrar el milagro. Pese a todo, el director siempre valoró esta película como una de sus creaciones más personales y de las que más satisfecho se sentía. Y debo decir, modestamente, que estoy muy de acuerdo con don Alfredo.
Lo extraño del caso es que la comedia negra no era un género nuevo; al contrario: gozaba de cierta tradición. Sin ir más lejos, en 1944, Frank Capra había adaptado al cine, con éxito de público y crítica, la obra teatral Arsénico por compasión (Arsenic and Old Lace), que presentaba, igualmente, giros disparatados y personajes nada convencionales. ¿Por qué, entonces, la película de Capra ha quedado como un referente y The Trouble with Harry, que también se basaba en un texto literario —la novela de Jack Trevor Story—, se ha considerado un Hitchcock menor?
Puede que, a fin de cuentas, se trate de una cuestión de ideas preconcebidas en cuanto al género y al ritmo narrativo. El problema de The Trouble with Harry? —y ya disculparán ustedes la redundancia— es que no cumplía con los requisitos que el público esperaba encontrar en una película típicamente hitchcockiana. Para empezar, la indiferencia (por no decir jocosidad) ante la visión de un cadáver abandonado en medio de la nada, quebró la idea de suspense. Por otro lado, la indolencia, el ritmo pausado y los espléndidos paisajes diurnos del pueblecito de Vermont se asemejaban más al Innisfree de John Ford que a la nocturnidad y al ritmo trepidante del cine de crímenes y misterio. Asimismo, y ateniéndonos a los parámetros narrativos tradicionales, la trama no resultaba creíble desde el momento en que se detectaba en ella un tono humorístico e iconoclasta considerado poco pertinente.
Por si esto fuera poco, hay que añadir el inicio intencionadamente engañoso de la película. Cualquier espectador predispuesto a ver un Hitchcock al uso, se dejó arrastrar por unas imágenes de apertura que captaban su atención, conduciéndola hacia el suspense (un niño correteando por el campo con su pistola galáctica, de repente, se topa con el cuerpo inerte de un hombre). Acto seguido, sin embargo, la película transita por derroteros más desconcertantes y bastante menos trillados.
Posiblemente, también costó que el público se identificara con unos personajes tan singulares. Por más sui géneris que hubieran sido algunos de los héroes anteriores de Hitchcock (y estoy pensando, por ejemplo, en el turbio Cary Grant de Sospecha), siempre existía un proceso de afinidad o de reconocimiento.
The Trouble with Harry no tiene un protagonista concreto; es una obra coral con personajes descabellados que rozan lo bufo y transmiten una sensación de irrealidad que, en su momento, no todo el mundo vio con buenos ojos. De entre la galería de deliciosos friquis que pueblan la película, cabe destacar a Harry: el detonante del delirio colectivo, el muerto sin rostro al que nadie aprecia y al que todos creen haber asesinado. Harry, como indica el título inglés de la película, se convierte en el problema con el que toca lidiar. Su presencia mortuoria constituye el elemento externo y amenazador que complica la vida de la pequeña comunidad, del mismo modo que lo hacían las gaviotas de Los pájaros, el tío Charlie de La sombra de una duda o el ama de llaves de Rebecca.
La peculiaridad de Harry reside en su misteriosa aparición, en estado de fiambre, en aquel recóndito lugar donde nadie lo esperaba. Pero si hay un elemento especial que lo distingue son sus extravagantes calcetines azules con franja roja en el extremo superior, en contraste evidente con el resto de su elegante atavío-mortaja. Los calcetines de Harry, siempre presentes como símbolo, son la sinécdoque que eleva al personaje a la condición de rara avis; una más de las que conforman, cada una a su manera, el microcosmos de esta película. Una rara avis como lo es también, en el conjunto de la filmografía hitchcockiana, The Trouble with Harry.
Háganse un favor y revisen este insólito e infravalorado Hitchcock cargado de ironía, humor negro y finísima inteligencia. No se arrepentirán.
[1] Carlos Bousoño. Teoría de la expresión poética. Editorial Gredos, 1952.
[2] François Truffaut. Le Cinéma selon Hitchcock. Éditions Robert Laffont, 1966.