La encantadora niña rubita que pinta Mervyn Le Roy en su película La mala semilla (1956) es, en realidad, una niña perversa, cínica y muy inteligente, capaz de cualquier cosa antes que renunciar a sus deseos. Sus cuidadas trenzas plateadas y sus vestiditos de organdí le confieren un aspecto de niña dulce e inocente. Pero Rhoda Penmark, de apenas ocho años de edad, es caprichosa y cruel, capaz de mentir y lloriquear para conseguir lo que quiere y también de asesinar a venerables ancianas, pegarle fuego al jardinero o ahogar a un compañero de colegio en una charca. ¡Todo por hacerse con una medallita al mérito escolar que solamente ella cree merecer! Lo terrible del caso es que Rhoda Penmark actúa con una absoluta falta de escrúpulos y no experimenta culpabilidad alguna, para horror de su madre, en la ficción, y del público en la sala de cine. No estamos acostumbrados a tratar con niñas tan malas.
La película de Mervyn Le Roy tiene una factura teatral, seguramente heredada de la dramaturgia ideada por Maxwell Anderson para la escena, aunque el origen del guion está en una novela de William March (The Bad Seed, 1954), que reeditó en la colección Vintage Movie Clasics, de Random House (2015). En la novela, March cuestiona algunos tópicos sobre los individuos de comportamiento retorcido: «La gente normal se inclina a ver al psicópata con un aspecto tan monstruoso como monstruosa es su mente, pero esos monstruos en la vida real suelen tener un aspecto y un comportamiento más corrientes que sus hermanos y hermanas normales; presentan una imagen virtuosa más convincente que la verdad misma, de la misma manera que una rosa de cera o un melocotón de plástico aparecen más perfectos al ojo que el original que les ha servido de modelo».
El psicópata en la vida real suele ser un tipo atractivo, ingenioso, capaz de encandilar a sus víctimas mientras abusa de ellas. El verdadero psicópata aparenta empatía, aunque solo piensa en sí mismo y sus intereses. Carente de responsabilidad, traza fríos planes de estafa, violación o asesinato, sin sentirse culpable. Esa falta de empatía es precisamente lo que distingue al psicópata del delincuente común. Como advierte William McCord en su ensayo sobre la mente criminal1: «La pauta de la personalidad psicopática es diferente de la del delincuente normal. Su agresión es más intensa, su impulsividad más pronunciada, sus reacciones emocionales más superficiales. Sus sentimientos de culpa, sin embargo, son su rasgo más distintivo. El delincuente normal tiene un sistema de valores interno, aunque no sea el correcto. Si viola su sistema, se siente culpable».
Rhoda Penmark se atiene fielmente a su papel: no sólo es egocéntrica, presuntuosa, manipuladora y mentirosa, sino que no acepta que pueda estar causando daño en las personas a las que agrede o de las que se aprovecha. En la misma línea actúan, por ejemplo, Bruno (Robert Walker) de Extraños en un tren (1951) o John Reginald (Richard Attenborough) de El estrangulador de Rillington Place (1971). O esa pareja de psicópatas de libro (Judd y Arthur) en Impulso criminal (1959), de Richard Fleischer. Otro ejemplo lo aporta A sangre fría (1967), de Richard Brooks, película basada en la obra de Truman Capote sobre el asesinato de la familia Clutter, en Kansas. Uno de sus protagonistas, Dick Hickock, aparenta ser un tipo listo, pero tiene una mente simple y superficial. Hace y deshace a su antojo con total irresponsabilidad. Su compañero, Perry Smith, le admira y secunda en sus decisiones. ¿Qué distingue a Perry Smith, el asesino convicto de los Clutter, de Dick Hickock, que planificó e incitó los crímenes? Ateniéndonos a los criterios expuestos, Dick presenta una conducta psicopática, mientras que Perry cabalga entre la enfermedad mental y la delincuencia. Perry sabía perfectamente lo que hacía, no deliraba, pero, a diferencia de su cómplice, sentía remordimientos por sus crímenes.
En opinión de March, y también de sus adaptadores teatrales y cinematográficos, el psicópata no es un producto social. Nace, no se hace. Esa es la tesis de La mala semilla, implícita en el propio título de la novela. De modo que la caprichosa, manipuladora y mentirosa niña de la película no es solamente una malcriada, crecida en un ambiente permisivo, sino que está contaminada por tendencias naturales que le vienen de fábrica. Quizá su madre también sea portadora del gen maldito, aunque no lo sabe, y quizá sea esa la causa (y no la razón) de las decisiones que toma hacia el final de la película y que aquí no desvelaré. No obstante, Mervin Le Roy no pretende hacer ciencia de este asunto sino crear tensión en el espectador. Su tarea es horrorizar, no defender una tesis psicológica.
¿Es Rhoda Penmark reeducable? ¿Se la puede resocializar? El doctor Robert D. Hare, renombrado especialista en psicología criminal, en su libro Sin conciencia. El inquietante mundo de los psicópatas que nos rodean (2003) opina que estos sujetos carecen de conciencia social: su juego consiste en autogratificarse a expensas de los demás; no son enfermos mentales ni gente maleducada, sino individuos que obran el mal sin ningún tipo de restricción.
Hare defiende que los factores biológicos son esenciales en la configuración del psicópata. Posteriormente, el ambiente social puede estimular o dificultar la aparición de la conducta desviada. A diferencia de los sujetos psicóticos –que experimentan alucinaciones, están desorientados o sienten malestar por lo que les sucede–, los psicópatas son racionales y saben perfectamente lo que hacen. Su conducta es el resultado de una elección que no les despierta problemas de conciencia. Y así como el delincuente común puede ser resocializado y el enfermo mental sometido a tratamiento, el psicópata no acepta interferencias en su vida, pues se encuentra muy bien como está y no reconoce la necesidad de ser tratado.
En su libro, el doctor Hare deja bien a las claras que los psicópatas son abundantísimos (en Nueva York calcula que debe haber más de 100.000; en Estados Unidos, superarían los dos millones). Algunos pasarán algún tiempo en la cárcel, pero otros muchos nunca entrarán en ella porque no son descubiertos. Son los llamados psicópatas de guante blanco y forman parte de los colectivos de jueces, empresarios, financieros, políticos, médicos, abogados, profesores y padres de familia que nos rodean. Individuos que se extrañan cuando se les denuncia y no reconocen su culpabilidad, pues creen hallarse por encima del bien y el mal. Pongamos atención y descubriremos alguno cerca de nosotros: un marido maltratador, un profesor pederasta o un político corrupto, individuos que abusan de los demás, sin importarles las consecuencias. Conviene identificarlos y arrebatarles la máscara, antes de que puedan seguir haciendo daño.
[1] William McCord y Joan McCord, The Psychopath: An Essay on the Criminal Mind (1964).