Álvaro de Laiglesia, humorista y seductor

Casa de citas

 

De cita en cita voy dándome de bruces con los muertos y reviviendo mi relación con ellos, seguramente porque en mi agenda no hay vivos con los que citarse. Hablar con los muertos y hacerlo a través de la escritura es más cómodo que relacionarse con los vivos, porque los vivos se empeñan en tener razón. Ante los muertos puedes enunciar cualquier idea, preguntar o desmentir lo que quieras, y no es necesario esperar respuesta. Escribir sobre ellos permite decir lo que te apetezca, callar lo que te interesa y ni se inmutan. Una vez publicado, el artículo pende y depende del mundo virtual durante unas horas y luego cae en el olvido. No hay problema ni conflicto que se mantenga vivo demasiado tiempo en la red.

En esa línea, hoy quiero traer a colación a don Álvaro de Laiglesia, el que fuera director de La Codorniz durante treinta y tres años, un fenómeno inaudito en la prensa de nuestro país, y todavía más si hablamos de la prensa humorística, con dictadura incluida. En aquella mítica revista colaboraron muchos escritores y humoristas gráficos de primera línea, aunque, desde la perspectiva actual, su producción haya perdido fuelle. No obstante, y según opinión de Chumy Chúmez, «todo el humor gráfico de los últimos tiempos procede de los antiguos colaboradores de La Codorniz. Los que están renaciendo últimamente son sus nietos.» Pero Chumy murió hace más de una década y yo no tengo ni idea de lo que sucede ahora en los quioscos.

Si me cito hoy con Álvaro de Laiglesia es porque ha caído en mis manos la reedición de La Codorniz sin jaula (2012), un librito que escribió nuestro autor en 1980, al poco de abandonar la dirección de la revista. En sus páginas, el humorista explica lo que ocurría en La Codorniz cuando él era el director. Con este fin, hace un recuento de las vicisitudes y palos que sufrió la revista a manos de la censura y que culminaron con sendos cierres gubernativos en 1973 y 1975, a cargo de Manuel Fraga. En aquellos años, La Codorniz alcanzaba una tirada semanal de cien mil ejemplares (o más) y cada suspensión de cuatro meses significaba un grave quebranto para su propietario (el conde de Godó) y para su plantilla de colaboradores, que se quedaba sin ingresos.

La Codorniz sin jaula fue el último libro de Álvaro de Laiglesia (escribió más de cuarenta) y también su despedida literaria del mundo de los vivos, pues moriría unos meses después, de forma inesperada, súbita y sin dolor, en Manchester, a los 59 años de edad. La muerte, disfrazada de trombosis, le atacó por la espalda y Álvaro de Laiglesia se desplomó sobre la mesa de un bar sin mediar palabra.

En el prólogo a La Codorniz sin jaula, su hija Beatriz nos cuenta algunos detalles sobre el humorista: «Mi padre era elegante, desprendido, guapo, y de buena familia, y supo aprovechar al máximo esa distancia hacia lo cotidiano que impone la buena educación. Tengo para mí que, gracias a todo eso, y a su talento, a su capacidad de trabajo, a su falta de pereza, a Fernando Perdiguero y quizá un poco a su sentido del humor, pudo sacar a la calle La Codorniz durante treinta y tantos años. Lo hizo sin tomarse demasiado a pecho la lucha diaria contra la censura, pero sobre todo la lucha contra aquellos infinitos matices del gris que impregnaban el ambiente.»

Pero Álvaro de Laiglesia no sólo fue un humorista de éxito (sus libros, que redactaba a la pasmosa velocidad de dos por año, se vendían por miles), sino también un auténtico seductor. Tenía la voz engolada, de barítono, y era muy presumido: se pasaba largos ratos ante al espejo para lograr un rizado de aspecto natural, pero que pareciera despeinado; no usaba gomina, aunque sí una loción vigorosa para después del afeitado, que se aplicaba a base de sonoras bofetadas. Fumaba mucho, bebía mucho, trasnochaba mucho y trabajaba mucho. También tenía muchas amantes, a juicio de mi padre, que envidiaba la manera de vivir del escritor. Recuerdo haberle preguntado en una ocasión si aquel señor tan simpático estaba casado. Y mi padre, que le conocía personalmente o que se inventaba haberle conocido, me contestó que Álvaro de Laiglesia sólo se ocupaba de sus hijos y de su mujer a distancia. Esa biografía tan poco convencional me llevó a pensar que lo de las amantes era patrimonio de los ricos, mientras que la vida ajustada a norma iba asociada a la pobreza, como la coliflor o las sardinas.

Lo cierto es que aquel señor tan especial era amigo de mi padre o, quizá mi padre, que era un poco cuentista, se inventó esa relación, a partir del hecho de haber coincidido con él en la División Azul. Álvaro de Laiglesia se alistó de manera voluntaria con veinte años y mi padre, que era algo mayor, lo hizo para redimir su condición de comisario político de la CNT durante la guerra civil. En Rusia intimaron y fueron heridos. A mi padre, un proyectil le atravesó el pulmón, dejándole dentro restos de metralla. Álvaro de Laiglesia estuvo a punto de perder una pierna. De regreso a nuestro país, la vida de cada cual evolucionó según las circunstancias: Álvaro recibió algunas medallas y la condición de caballero mutilado; mi padre se hizo maestro y sólo alcanzó a cobrar una pequeña paga como herido de guerra con la llegada al poder de los socialistas.

Una noche de julio de 1966, Álvaro de Laiglesia se presentó en mi casa acompañando a mi padre. Había acudido a Valencia para presentar su último libro y, al acabar el acto en el ateneo, mi padre fue a saludarle, compartieron unas copas y Álvaro se brindó a acompañarle a casa, paseando. Entonces vivíamos en una planta baja, cerca de las Torres de Quart. Cuando entraron en la vivienda, aquel señor tan elegante y educado que era Álvaro de Laiglesia se deshizo en saludos y reverencias hacia mi madre y mi tía Amparito, que a la sazón rozaba los cuarenta. Aquella sorprendente visita marcó para siempre la memoria de mi madre («¡A sus pies, señora!») y la de mi tía («¿Sería usted tan amable, señorita, de acompañarme a tomar un helado a la plaza del Caudillo?»). También marcó mi memoria, a pesar de que yo no estuve allí. El suceso, largamente comentado en casa, tuvo lugar mientras yo estaba de viaje de fin de bachillerato.

Fascinada por aquel individuo, mi tía Amparito accedió a tomar un helado en la plaza del Caudillo, muy cerca del hotel en que se hospedaba el escritor. Mi padre la animó con la mirada y supo también retener a mi madre cuando quiso añadirse a la expedición. Mi padre quería complacer al escritor, pero también quería darle una oportunidad a su hermana, que purgaba el recuerdo de un noviazgo fallido. Álvaro cojeaba con elegancia, fumaba y se despachaba con una verborrea sin límites. Mi tía iba con un vestidito camisero, sin mangas, que se había cosido ella misma, y una rebeca blanca, por si movía el aire. Se alejaron por la calle Caballeros y se perdieron en la penumbra.

Yo no sé qué pasó aquella noche en Valencia. Mi tía regresó muy tarde, demasiado tarde a juicio de mi madre, pero lo cierto es que desde aquel momento renegó para siempre de los hombres y se metió en un convento de clausura del que nunca más volvió a salir. El convento está en Godella. El resto de la historia es tan verídico como los lectores quieran aceptar.

Curiosamente, al cabo de los años, muertos ya todos los protagonistas de esta Casa de citas, e incapaces, por tanto, de cuestionar lo que aquí se dice, descubrí una historia filmada por Antonioni que ilustra poéticamente lo que pudo suceder  aquella noche en Valencia. Se trata del cuarto episodio de Más allá de las nubes (1995), en el que una bella muchacha y un agraciado mozo pasean de noche por una ciudad italiana desierta, bajo una llovizna suave y permanente, visitando iglesias y hablando de un amor que se proyecta más allá del insensato mundo de los hombres. Ya sé que es un suponer, pero no me cuesta nada imaginar al prolífico Álvaro de Laiglesia escribiendo un cuento sobre su experiencia con mi tía y haciéndoselo llegar a Antonioni para que, treinta años después, lo llevara al cine y pusiera punto final a su trayectoria creativa.