Los aderezados infantes de la militar camada plantaron sus rostros y sus ejercitadas presencias ante las sufragistas de la decencia, excitadas por sus deseos anhelados y no satisfechos, sin perjuicio de gónadas ni de hormonas.
Temerosos de enfrentamientos no recomendables, los niñatos del poder calaron bayonetas frágiles de fieltro flexible y giraron talones, precipitando una huída prudencial bajo una copiosa lluvia de gritos hijoputas y cabrones.
Las decentes, inflamadas y sincréticas, corrieron tras ellos con sus manos abiertas y alzadas y sus faldas remangadas, mostrando sus pubis decorados con bragas de fantasía y sus calzas sin tacones en disposición de puntapié.
Las que fueron madres de opresores y compungidos quebraron sus recias uñas para roturar los portones a fin de debilitarlos y abrir las estancias de quienes, desde siempre, masticaron las voluntades de las, otrora, pasivas féminas.
Temerosos y ladinos, los quistes voltearon sus lujosas levitas para ocultar las medallas en el interior y mostrar a las enfrentadas lo raído de sus entrañas y de esta forma engatusar con miserias mentirosas y evitar las purgas revanchistas.
Pero ellas, atrevidas y exquisitas, se arrancaron prendas mostrando vulvas y senos, exhibiendo lujurias principescas y carnosidades groseras y haciendo espectáculo de carnes expuestas a miradas obscenas.
Los ogros, enardecidos y pollatiesos, demudaron sus calibradas mentiras en previsión de orgías desmedidas y humores lascivos en cascada lúbrica. Así, entre babas y palpitaciones, soltaron sus asideros para buscar huecos donde introducir sus mentes erectas.
Estratégicas, las desnudas encueraron a los ofensores con la falsa promesa de paraísos húmedos y maniataron sus entregados miembros a los fuertes camastros para, una vez inmovilizados, privarlos de defensas y segarlos en sus entrepiernas.
Cuando un río rojo de sangres, infectas de maldad, rugió por los palacios y los chillidos alocados empaparon los ecos de las estancias, los mozos aborregados por los castrados hincaron sus rodillas pidiendo perdones a las valientes.
Ellas tan solo trocaron desnudeces intencionadas en vestiduras protectoras y dispusieron de los buenos bienes bienhallados en las haciendas para infundir justicias hospitalarias y redistribuir las dignidades antaño esquilmadas.
Dicen que quienes fueron amputados de sus poderes espermáticos, aquellos que pudieron sobrevivir al desangre testicular, fundaron una secta insana en donde recluyeron sus odios para reformular sus memorias.
Se cuenta que las que libraron sus entornos de los castigadores trataron de limpiar de herencias marchitas las intenciones de sus descendientes y buscaron en la desnudez de los cuerpos la salubridad de los actos.
Hay quien habla, sin embargo, de que todo aquello que narran las leyendas fueron solo intenciones y que los oprimidos siguen pisados, las ofendidas, mancilladas, los peleles, protegiendo los dineros y los adinerados, disfrutando de sus eternos dispendios.