¡Está lloviendo en la Antártida!

Solo, por favor

 

Por increíble que parezca, te echo de menos. Desanduve los recuerdos como quien trata de recobrar el último sitio donde olvidó las llaves. Acertado o no, fue sin intención; una secuencia de carambolas que me arrastraban pendiente abajo hacia el pasado, aquel que compartimos alguna vez, apenas hace unas horas. Me sonrojé al hallarte en la memoria, debo reconocerlo. Nada como una gota de humildad para aceptar mi parte del error. Y aquí me tienes de nuevo, admitiendo que nos perdimos… entre las sábanas.

Por extraño que parezca, nos queremos a rabiar en el amor carnal y apenas nos extrañamos sentimentalmente. Serán nuestros genes, que nos confieren esa capacidad para extasiarnos mutuamente, serán nuestras experiencias en la vida las que nos privan de un amor más allá de nuestra piel. Será que la belleza no es indispensable para el arte de amarnos, que ya no hay artes mayores ni menores. Será que lo sublime sale victorioso cada vez que nos tocamos. Paradójico, ¿verdad? Tanto tiempo aspirando a hallar la belleza y, una vez que nos damos de bruces con ella, la ninguneamos por lo sublime. Sin más esfuerzo que el de olvidarnos del mundo: somos dos en La Danza de Matisse, somos Caribea y Porce tras merendarnos a Laocoonte y sus hijos, Papagena y Papageno sin progenie, Ana Karenina y el Conde Vronski… Son solo escarceos; ¡para sí los quisieran miles de enamorados!

Adulteraste mi alma con orgasmos al vaivén de las olas que mecían tus caderas. Si logro recobrarme de esta sinestesia, el verde suave de tus iris languidecerá en aromas sordos en mi boca. Y jamás recordaré tu sabroso nombre. De nada servirá rescatar retazos de conversaciones que mediaban entre susurros y jadeos. Entre ventanas de vaho que nos sumergían en Madrid, la ciudad insomne. Tan urbanitas, tan ajenos a Las Bucólicas, que habitamos la viRgilia nocturna como si el sexo venciera todo, hasta las luces que se apagaban tras los párpados al agigantarse las pupilas, en el paroxismo de la lujuria. Sí, asentíamos con la cabeza cuando hablábamos de proyectos, cuando lo único que nos apasionaba era compartirnos. Ningún poema habría atronado tan profundamente como cualquier palabra pronunciada esta noche —¿crees que no me di cuenta?—, cada sonido se clavaba sin significado. Insignificantes frases cobraban sentido en la sensualidad del deseo, sin mañana, sin ayer y quizá sin tal vez. Hasta que, por increíble que parezca, recobro esta noche y la arruino en estos renglones. Por extraño que parezca.

Porque tú también pareces extraña. Lejana, inalcanzable. Hecha de fotos borrosas con las que apenas acierto a componer un collage. Así que no has de disculparte, pues hemos debido de pasar por el mismo trance lisérgico. Aún estamos consumiendo las horas que siguen al éxtasis, todavía seguimos paladeándonos como si cada tecla del teléfono fuera un caricia. Puedes estar tranquila, no estoy enamorado; solo desanduve recuerdos para decirte que me volviste loco mientras se derretían los polos. También te doy las gracias por las últimas horas de mi vida. Hasta siempre.