No sobran ideas cuando la cosa se pone chunga. En las crisis también se juntan los extremos: las ideas más descabelladas con las más brillantes. De ahí que sea difícil discernir cómo actuar cuando no se tienen, precisamente, ideas. Así, por ejemplo, ante un incendio, donde un bombero encontraría razonable extinguir el fuego generando otro, usted o yo nos dejaríamos guiar por el primer iluminado que nos ofreciera un mechero y una garrafa de gasolina. Por eso, ante situaciones límite, conviene saber. No contar que se sabe, como escribiera Benedetti, compañera («usted sabe»), sino saber.
Así, pareciendo cierto que la noche era oscura, de niños nos preguntábamos cómo podía haber tantísimas estrellas y no lograr que el cielo permaneciera iluminado, aunque dejáramos de ver el sol (según Carl Sagan, hay más estrellas en el cosmos que granos de arena en todas las playas de la Tierra). Si la noche era oscura para unos niños, imagínense cómo debía de parecerle a Edgar Allan Poe; en su ensayo Eureka (1848) el autor aportó una explicación sensata acerca de nuestra visión estrellada del cielo nocturno, la primera explicación que se ha documentado, por lo visto. Olbers, el astrónomo que planteó la paradoja y en cuyo honor es mentada con su apellido de soltero, no atinó en su intento por hallar una explicación; por describirlo de una manera simple, los árboles no le dejaron ver el bosque. El sagaz Poe, sin embargo, supuso, siguiendo con la idea del bosque, que, en realidad (en la realidad de Poe), los árboles dejaban ver otros árboles, o, que, más bien, las estrellas nos dejan ver otras estrellas, pero no todas. Porque, según Poe, «la distancia del fondo invisible [del universo] es tan inmensa que ningún rayo de él ha sido capaz aún de alcanzarlo».
Llamamos la atención sobre el calificativo «sensato»: «Cuerdo, prudente, de buen juicio», según el DRAE. No está mal. No está mal cuando se opera con los elementos de juicio disponibles. En la época de Poe, Georges Lemaître no había propuesto aún la conjetura sobre la expansión del universo, ni Edwin Hubble había observado algunas evidencias de esta conjetura, ni George Gamow se había aventurado a publicar la suposición de que aquella expansión del universo hubiera dado lugar a una radiación de fondo, llamada de microondas años después (1965) cuando fue identificada por Arno Penzias y Robert Wilson. Poe, aun habiendo supuesto («supuesto») que el universo es finito, ¿cómo habría explicado que el origen del mismo no fuera visible de noche? Tamaño «nacimiento» del universo sería visible incluso en noches de luna llena, pero la radiación de microondas no es visible al ojo humano. No era este conocimiento, por tanto, un elemento de juicio disponible para el intrépido Poe.
A las suposiciones les pasa como a la energía cuando se aleja en el tiempo: parecen perderse como la sirena del camión de bomberos, volviéndose más grave.
Así pues, tratándose de algo personal (tómenselo como tal), debo decirles que, cuando no sé, prefiero hacer literatura barata. Si les llega, tan amigos. Si no, dicho queda. Por tanto, no traten de extraer conclusiones sesudas de seres diletantes como quien les escribe, ya que pueden terminar errando entre aparentes astros rutilantes.