Wenceslao Vestrynge Cantallops, cazador de vampiros y poeta

Vidas ejemplares


En el registro de defunciones de la parroquia de San Ferriol d’Entremont consta la de Wenceslao Vestrynge, sepultado un 9 de septiembre. Una curiosa anotación, en tinta color sepia y mayúsculas platerescas, destaca que nadie acudió al sepelio. Otra, posterior y azul de bolígrafo Bic, añade: “y está en el infierno, con su dichoso librito”.

Wenceslao era un hombre tranquilo, aficionado a la numismática y a la poesía. Prueba de ello es que andaba arriba y abajo con un ejemplar de Canto de la vida muerta, el poemario de Juan Eduardo Cirlot publicado en 1946, entre cuyas páginas guardaba centenares de sellos que abarcaban más de doscientos años y cuarenta y tres países. Parece ser que este es el “librito” que cita la inscripción en el registro fúnebre. Si es así, podemos pensar que metieron el libro de Cirlot en el ataúd.

Wenceslao llegó a Sant Ferriol alrededor del año 1948 y se hospedó en una de las habitaciones que alquilaba Mariángeles Calallonga, dueña de la farmacia del pueblo. Los habitantes de Sant Ferriol le dispensaron la frialdad y el sutil desprecio para los forasteros característicos de los pueblos catalanes. Aun así, se rumorea que vivió un idilio otoñal con Mariángeles. Sin embargo, a tenor de lo que dejaron escrito otros hombres que yacieron con la farmacéutica (todos coinciden en su frialdad y su patriotismo), es posible que el romance no le otorgase a Wenceslao ni un ápice de afecto: solo la escueta voracidad uterina de la señora.

Una noche de verano, conversando en el balcón de la casa de huéspedes, él le confesó el motivo que le había llevado a Sant Ferriol:

—Verá, mi admirada Calallonga: aparte de leer y escribir poesía, llevo años estudiando el Trachtat de demonolojia, bruxas et vampyrs et altras excresensias ynfernals del sabio Raymundo Lulio. Y tras mucha dedicación he comprendido que es justamente en este bello pueblo en donde habita un vampiro inmortal, que responde a las iniciales M. A. C.

—No me suena nadie con esas iniciales, y lamento decepcionarle. Aunque en verdad no lo lamento, si no que más bien me parece la justa correspondencia por la decepción que usted me ha otorgado hace un rato.

Wenceslao no desfalleció en su santo empeño. Pasó más de un año en el pueblo. Sabía que solo debía esperar, estar atento y apuntar cualquier hecho o fenómeno que pudiera ser relevante. En su libreta se agolpaban los poemas y las observaciones de un modo difícil de discernir. Tanto es así que Justo Sagasta, el subinspector encargado de esclarecer la muerte de Wenceslao, terminó por echar el cuaderno al fuego. Sagasta se convenció de que el galimatías de aquellas trescientas páginas solo revelaba la insania mental del fallecido. (Pido disculpas al lector por haberle anticipado el final de esta historia).

Jamás sabremos las deducciones, hipótesis, conclusiones y sospechas por la que transitó Wenceslao. Solo sabemos, gracias al informe del subinspector Sagasta, que, en una noche de verano de 1950, durante la feria de la calabaza y el ajo que todavía se celebra en San Ferriol, Wenceslao le clavó una estaca de madera de boj a Mariángeles Calallonga entre las costillas y luego la decapitó con sus propias manos. A continuación, enloquecido, salió a la calle medio desnudo, y exhibiendo la cabeza de la farmacéutica al tiempo que gritaba:

—He mort el vampir! He mort el vampir!

La muchedumbre le rodeó. Fue apaleado y emasculado con las tijeras de podar de Pere Santassussagna, jardinero y monaguillo pese a su avanzada edad. Wenceslao murió en el acto. El desdichado jardinero fue detenido, juzgado y ejecutado al garrote un 11 de septiembre. En San Ferriol, un discreto monolito recuerda su nombre, bajo el cual se esgrafiaron las cuatro barras. Muchos años más tarde, Francis Ford Coppola se hizo una foto ante el monolito mientras se documentaba para una de sus películas. El cineasta quizás andaba tras las huellas de Wenceslao, nuestro Van Helsing.