Verdina casi le arranca uno de los pezones. Tardín daba saltitos de alegría a los pies de la cama. Parecían hechas de porcelana frente a la mole cerúlea y musculosa de Dantón. De un empujón, lanzó a Verdina contra Tardín y las dos cayeron riendo desnudas encima del sofá que un día fue azul y ahora parecía un vertedero.
Dantón se levantó cubriéndose el pezón. Tenía que ponerse unas anillas más pequeñas. Verdina metía los dedos cuando simulaba darle mordiscos y se empeñaba en dar tirones, espoleada por la otra, que disfrutaba viéndolo sufrir, y ambas se reían como niñas.
El escozor en el pecho le recordó que tenía un corazón y un cerebro además de una polla, y se acercó a la ventana frotándose el pecho. La situación se complicaba. Hacía una semana que el Gobierno iraquí había decretado la alerta, demasiado tarde. En dos días había muerto la mitad de la población, los camiones ya no recogían los cadáveres, la calle estaba desierta. Dantón y las chicas llevaban un implante en la base del cráneo que los protegía. A diez mil kilómetros, su gobierno había dejado de enviarles señales para que volvieran. En Suecia todos llevaban el virrey de ases implantado, pero en los países del Golfo se negaron a ese tipo de control. Y lo habían pagado. Aquel microprocesador diminuto estaba capacitado para ordenar a su cerebro fabricar hormonas y medicamentos, era como una pequeña factoría que se podía programar a distancia. El segundo día les enviaron el código de la vacuna, mientras que aquellos cretinos “libres como los pájaros” se estaban muriendo y no se podía hacer nada para protegerlos debido a la rapidez del contagio y a su formidable letalidad. Desde la ventana se veía un horizonte de tejados planos, vacíos, las torres de las mezquitas y las cúpulas puntiagudas y acebolladas de las iglesias. Todas las religiones del mundo habían ido a refugiarse en aquel horizonte infinito de creencias arrasado por el sol.
Las chicas se unieron a él ante la ventana. Se estaban acostumbrando al olor a descomposición. Dantón se vio a sí mismo desde el exterior. Las dos muchachas, modeladas a la perfección, posaban una a cada lado del hombre rapado con cara de circunstancias en aquel rectángulo de pared terrosa, con un cielo enrojecido por alguna tormenta de polvo, en el cuarto piso de un edificio donde habían muerto todos. Los demás habitantes de la ciudad habían huido. Los supervivientes estarían intentando atravesar la línea que separaba los países libres de los sometidos al control del virrey, con la esperanza de conseguir una vacuna o el implante. Lo último que había oído de los medios locales, antes de que se apagaran las comunicaciones en el Golfo Pérsico, era que se lidiaba una guerra terrible en la frontera, que el cielo era una nube de radiación. Tenían que haberse marchado antes, ahora ya era imposible, los mensajes que llegaban desde Suecia les decían que se quedaran donde estuvieran, no podían venir a rescatarles, estaban intentando salvar la civilización.
Verdina y Tarín eran gemelas, españolas, se habían colocado el implante en Estocolmo, donde trabajaban en un laboratorio de genética, y hacía quince días habían viajado con su colega a Bagdad la Interminable, construida sobre los restos de la anterior, una ciudad libre, sin virreyes en la nuca, sin recursos ante una epidemia como aquella, que había dado la vuelta al planeta en menos de dos días, multiplicándose ferozmente, dispuesta a acabar con todos los habitantes del orbe. No quisieron volver cuando aún podían, pensaron que estaban a salvo. El sexto día, las noticias que volaban por las redes desde el lado controlado eran que hacía poco más de 72 horas el virus había encontrado la manera de alimentarse de los circuitos de silicio que formaban el núcleo de los implantes. La única salvación, la única manera de evitar que el virus colonizara los últimos reductos aislados en el interior de las montañas polares era matar a todos los portadores y esperar que la enfermedad muriera de hambre, o encontrar la forma de hacernos más resistentes y menos humanos.
Era cuestión de tiempo que la mutación volviera sobre sus pasos a buscarlos en aquella olla hirviente junto al río Tigris. O tal vez no. La única oportunidad que tenían era que nadie lo hiciera, que nadie regresara a aquella ciudad en las próximas semanas. El virus se habría marchado con los cadáveres. Como ellos, seguro que había grupos de implantados que se habían quedado detrás de las líneas del frente vírico, a salvo de su voracidad.
Empezaron a sentir la alegría de estar a salvo, de ser la simiente de una nueva especie. Eran científicos, habrían podido recuperar los conocimientos albergados en las bases de datos, volver a construir la humanidad.
El mensaje que les llegó entonces fue electrizante: extinción. A continuación, a Dantón le pareció oír en su cabeza los nombres de todos los dioses escritos con un tenedor sobre una chapa de metal. Un segundo después, los tres se apretaron con toda la fuerza que pudieron extraer del miedo, cuando el cielo, a las cuatro de la tarde, un día de verano en el Medio Oriente, se oscurecía de repente y las estrellas brotaban por miríadas.
La ciudad entera cambió de color, como si hubieran entrado en el vientre de una ballena mientras su cuerpo se quemaba. La radiación fue tan intensa que todos los edificios empezaron a resplandecer un instante antes de deshacerse en llamas. Lo habían entendido, la única manera de matar el virus era matando todo lo que pudiera alimentarlo.
Pero el virrey de ases de primera categoría no iba a ponérselo tan fácil al monstruo. Un instante antes de que les alcanzara la radiación mortal, hizo retroceder el tiempo un instante, el suficiente para que pudieran soñar que seguían viviendo, y un segundo después, cuando de nuevo se abrió el cielo, otro instante, y así sucesivamente, se encontraron atrapados en el instante antes de su muerte, mientras todo el mundo a su alrededor se desmoronaba.
Tardaron semanas en descubrir que de sus cuerpos ya no quedaba nada, que sus cenizas habían volado, y que solo su conciencia seguía repitiendo aquel momento que les permitía esbozar su pensamiento en el mundo sin tiempo de los sueños, atrapados en un bucle sin final hasta la eternidad.