En mi colegio fomentaban el espíritu artístico, pero dentro del «mainstream» ese, y montaron correspondientemente un concurso de redacciones de Navidad en el que obligaron a participar a todos los estudiantes de bachillerato. Un día, en vez de no recuerdo qué clase, repartieron folios y ¡hala!, a ponerse a escribir. Debía haber visto yo alguna película neorrealista, o leído algún libro si no miserabilista por lo menos inmerso en esa moda realista que cundió durante los 60, porque empecé con una descripción detallada, que llevaba a la conmiseración, de la barraca y barrio en los que precisamente la noche del 24 de diciembre había nacido un niño y por los que más que Reyes se movían gente que no tenían dónde caerse muertos.
Mi compañero de mesa, Víctor, no hacía más que copiarme. Ya teníamos que ir concluyendo cuando me di cuenta de que había efectuado una copia casi perfecta, de fotocopiadora láser avant la lettre. Le dije entonces que nos iban a pescar, y que lo mejor era que escribiéramos cada uno un final diferente. Lo aceptó cuando le propuse concluir su cuento con el tópico final feliz que todos esperaban. Por mi parte yo me adentré en un final tremebundo, porque era lo que se adecuaba a la realidad descrita, a la vez que me alejaba de los cansinos caminos trillados.
Pero darle la vuelta a los cuentos de Navidad ya lo había hecho un tiempo antes Azcona en el «Plácido» de Berlanga. En primer lugar estiró las campañas de caridad radiofónicas que pululaban por la época hasta obtener para la ficción el estupendo eslogan de «Siente a un pobre en su mesa», patrocinado por algo así como las ollas a presión Magefesa. Luego Berlanga iluminó calles enteras con las correspondientes bombillitas, y extendió sonrisas y felicitaciones por todos los rostros de los señores y señoras de la ciudad provinciana del film (conozco a varios entonces jóvenes de la Plana de Vic que se desplazaron en masa a Manresa para salir en la película como habitantes de la supuesta ciudad), mientras que obligaba al personaje de Cassen a ir de aquí para allá en el motocarro con el que se ganaba la vida, haciendo varios recados y cubriendo imponderables, pero sobre todo intentando evitar el vencimiento de su letra.
Era un placer oír en la película a un ricachón preguntarle a otro: «¿A Vd. le ha tocado un viejo de asilo o un pobre de pedir?» Como, más adelante, es maravilloso ver el apelotonamiento de personajes en la cena de marras en la que los ricos invitan a sus respectivos pobres y oír a Agustín González dictaminar su certero «¡Obnubilado, se ha quedado obnubilado!». Pero lo que realmente casi me hace llorar es esa escena nocturna final, cargada de rabia, en la que la cámara se eleva gracias a una grúa, dejando ver en el extremo inferior izquierdo del cuadro al motocarro coronado por una enorme estrella de los magos, y mostrando entonces en el resto de pantalla a un personaje alejándose por una desastrada calle, acarreando una cesta de Navidad. Esa cesta la acaba de conseguir recuperar de la familia de Cassen, que ya se las prometía felices zampándose sus sofisticados manjares. Todo ese movimiento de cámara se produce mientras en la banda sonora se oyen y suben de volumen para dar entrada al «FIN» unos amargos villancicos, que te hacen reflexionar sobre todo lo visto:
Madre, en la puerta hay un niño
Tiritando está de frío
Anda y dile que entre
Que en esta Tierra ya no hay caridad
Y nunca la ha habido
Y nunca la habrá
Víctor, por cierto, se llevó el premio a la mejor redacción.