Uno no es más listo ni menos listo por carecer de cual o tal título. Aunque esto es como no decir nada cuando se trata de acreditar, grosso modo, para lo que alguien está capacitado. Algunas veces determinadas instituciones o empresas deciden tirar palante cuando el aspirante sustituye la acreditación académica por una avalada experiencia profesional. Y, aun así, suele mediar un más o menos extenso período de prueba en el que el ya contratado puede demostrar su competencia. Esto no es aplicable en sentido estricto a una relación de pareja al uso. Aunque vaya usted a saber qué es una relación de pareja al uso.
Hacía muchos años que la simple presencia de Florita aceleraba mi corazón. A veces bastaba con que alguien pronunciara su nombre. Porque, entre todas las mujeres, era la más bella por dentro y por fuera, la única cuyos perjúmenes me sulibellaban por todo el ancho mar del claricordio, de quien brotaba poesía en cada mechón de sus cabellos. Y yo no era más que el amigo de un amigo, que tenía una amiga que era prima de una amiga de Florita. Hasta que un viernes por la tarde en el bar del Julián, cuando los botellines cubrían media barra, me preguntó por esto y aquello, y por lo de más allá. Apenas fueron diez minutos. Suficientes para intercambiar teléfonos: «No me importa. Me encantó lo que leí; mándame al WhatsApp todo lo que escribas». He de admitir que entonces no era tan famoso como después de que La Charca Literaria diera el empujón definitivo a mi carrera. El caso es que el enamoramiento empezó a ser mutuo, y finalmente acabamos siendo novios. Antes bien, por si no lo saben, se lo digo: las relaciones, aparte de dinámicas, rara vez son simétricas. Fui dándome cuenta poco a poco de la asimetría, aunque intuyo que Florita fue consciente desde el principio. La primera sospecha me surgió cuando una noche tras el coito empezó a interesarse ávidamente por mis primeros escritos. Como quiera que le explicara que de eso hacía mucho, me insistió. Hasta que, con la voz vencida por el sueño, le dejé caer que fueron las cartas con mi primer amor. Pasaron dos o tres días. Al tercer o al cuarto día, empezó a hablarme de su primer amor, un tal Valentín. No fue la primera vez que intuía que alguien trataba de decirme algo con rodeos, claro, pero, a decir verdad, acabé haciéndole un retrato robot de la destinataria de aquellas mis primeras cartas. Me sentí extraño al día siguiente, sin saber muy bien por qué. Mas no le di importancia. Debería haberlo hecho, pues a partir de entonces Florita me confió la clave de su correo electrónico so pretexto de que le confiara la mía. Al cabo de una semana recibí una llamada al trabajo: lloraba desconsolada. No se explicaba cómo podía haberla engañado así. Que si dónde estaban las cartas de que le hablé, que si qué milonga era esa de que guardaba todos mis escritos y yo qué sé cuántas tragedias más. No voy a negar que accedí una vez a su cuenta de correo, y por mera curiosidad, pero es que Florita se había descargado todos los mensajes, archivos adjuntos incluidos, y los había analizado con un programa de inteligencia artificial. Acabamos resolviéndolo: ella tiró para un lado y yo para el otro. Hasta que, meses después, meses de recogimiento sin dejarme caer por el Julián, y tras haber renovado las claves de los correos (ella del suyo y yo del mío), descubrí que era mi nueva jefa. Por lo que sea, tal vez por eso de la erótica del poder, volvimos a frecuentarnos desde un tórrido encuentro en el almacén de fungibles. Esa vez no hubo intercambio de claves, ni falta que hizo: a la semana de su nombramiento, nos hizo firmar una cláusula por la que permitíamos a la empresa el acceso a nuestras cuentas de correo (institucionales y personales, sí). Firmé suponiendo que no tenía nada que temer; dos de mis compañeros prefirieron litigar hasta lograr el despido improcedente, sin readmisión y con la consiguiente indemnización. Acertaron; les habría pasado como al puñado de negros que trabajaban para Florita. En su momento, estas pobres criaturas no se explicaban cómo semana sí y semana también las ideas de sus textos eran machacadas por mi ínclita pluma. Ahora que el romance ha terminado para siempre (por motivos que no vienen al caso), en un ejercicio de retractación, sabiendo que Florita y demás gerifaltes no saldrán de la trena en siete años, y habiendo sido exonerado por la demostrada utilización que hicieron de mi buen nombre, puedo explicarles cómo fui empujado a tan prolífica producción.
Por consiguiente, tanto en una relación laboral como en algunas relaciones de pareja, sin importar la relación contractual, la competencia ha de demostrarse día a día, sin tiranteces ni rencores con nadie. Si no, ¡de qué iba a haber firmado yo tantos textos en esta insigne revista!
Florita, no te debo nada.