Los perros de guerra no corren detrás de un frisbee ni mendigan salchichas de pavo ultraprocesadas. Los perros de guerra no buscan cobijo en el regazo de sus amos ni se lamentan si una espina minúscula, o una espiga, les lacera las almohadillas de la zarpa. Los perros de guerra están entrenados para olfatear al enemigo, para combatirlo y cercarlo, para trotar sin miramientos por la tierra de nadie detectando minas ocultas o pistas o rastros o indicios. Es corta su vida, pues los percances ocurren y las caricias escasean. Son armas, a fin de cuentas, material de doble uso, si bien con su pelaje orgánico, con su sangre caliente, con sus ojos susceptibles de lanzar miradas humanas, en modo ráfaga. Son capaces de ignorar el horror de la guerra, aunque vean, huelan, oigan y saboreen la muerte y el caos y la disciplina y las caricias de las pequeñas victorias; o los tiempos muertos entre batallas menores, al igual que el metal de los fusiles, los circuitos de los drones, las tierras raras de los dispositivos electrónicos.
Los perros de guerra quizás seamos nosotros, aquí, atrincherados a la fuerza ante una amenaza que parece menor que la peste negra, menor que las guerras mundiales, menor que las hambrunas, menor que la pérdida de valores humanistas de los últimos tiempos. Pero esperamos la aprobación de los amos, damos la patita. No nos han entrenado o quizás no haga falta. En breve, algunos seguirán las consignas y, endurecidos, sabrán atacar y ser centinelas y no esperar nada a cambio. Otros, no. Y seremos malos perros de combate, malos perros para bellum.