Viejas, feas y locas

Los lunes, día del espectador


Bette Davis y Joan Crawford en un fotograma de ¿Qué fue de Baby Jane? (1962), de Rober Aldrich.

La idea de utilizar viejas actrices para protagonizar películas de terror fue una iniciativa del director norteamericano Robert Aldrich, a comienzos de los 60. Primero colocó a Bette Davis, de 53 años, y a Joan Crawford, de 57, en la piel de dos hermanas que conviven en una destartalada mansión hollywoodiense y se odian a muerte. La película se tituló ¿Qué fue de Baby Jane? (1961) y es un film truculento y feroz.

De un lado, Jane Hudson (Bette Davis), una ex niña prodigio del teatro, envejecida, alcoholizada y desequilibrada; de otro, su hermana Blanche (Joan Crawford), una reina de la pantalla, retirada a causa de un desgraciado accidente de automóvil. «La señorita Davis —leemos en una crónica del New Yorker de la época— se presenta como una vieja arpía, alcohólica, de insoportable y repulsiva fealdad, y la señorita Crawford hace el papel de su hermana, una inválida, relativamente bien educada y confinada en una silla de ruedas. Ambas han sido bellezas —una de las dos una estrella infantil de variedades y la otra una destacada actriz cinematográfica— y viven ahora, entre un decadente esplendor, en una calle que está evidentemente inspirada en El crepúsculo de los dioses (1950)». Lo que sucede en la pantalla y quién sea la auténtica villana no lo vamos a descubrir ahora, pero sí queremos destacar la habilidad del director norteamericano para zarandear al espectador explotando con patetismo el sufrimiento humano.

La película batió récords de taquilla y movió a su director a intentar un nuevo éxito con Canción de cuna para un cadáver (1964), basada también en una novela de Henry Farell y también protagonizada por Bette Davis. En esta ocasión, Joan Crawford declinó la oferta (por lo visto, no estaba dispuesta a soportar una nueva convivencia con la Davis durante el rodaje), así que en su lugar Aldrich utilizó a otra estrella en decadencia, Olivia De Havilland, convertida aquí en una elegante señora de mediana edad a quien no le tiembla la mano si tiene que comportarse con crueldad. Bette Davis contaba a la sazón 56 años y Olivia tan solo 48. No obstante, ambas disponían de recursos suficientes (edad, ambición, locura) para aterrorizar al público. Bette Davis encarna a una vieja maniática que progresivamente enloquece a manos de su prima hermana (Olivia de Havilland) y del amante de esta (Josep Cotten), movidos por la ambición de hacerse con la fortuna familiar. Añadamos al trío la presencia de una vieja Agnes Moorehead en el papel de sirvienta cojitranca, nominada al Óscar por su aspecto huraño y malcarado. La crítica del Time escribió al respecto: «Canción de cuna para un cadáver ofrece una macabra dosis de terapia de choque, aunque no es una secuela de ¿Qué fue de baby Jane? Los dos filmes son parientes consanguíneos, pero este cuenta con más sangre y el suficiente morbo como para llenar varias barracas de feria».

Posteriormente, y aunque únicamente como productor, Robert Aldrich continuaría la saga de películas pavorosas con ¿Qué fue de tia Alice? (1969), basada en la novela El jardín prohibido, de Ursula Curtiss, autora también de otra novela que dio lugar a la joyita de William Castle titulada Jugando con la muerte (1965), de la que hablaremos más adelante. En el caso de Tia Alice, una talludita Geraldine Page (48 años) se entrega a la emprendedora tarea de asesinar a sus sirvientas para robarles los ahorros y enterrarlas en el jardín, a las afueras de Tucson, Arizona. En la película también aparece Ruth Gordon, como víctima de la ególatra y perturbada señorita Page. La Gordon, envejecida hasta decir basta, acababa de recibir un Óscar por La semilla del diablo (1968), donde ejercía de bruja, en sentido literal.

Bette Davis protagonizó un par de películas más haciendo de señora desequilibrada. No fueron dirigidas por Robert Aldrich, pero se inscriben en la línea de este cine siniestro. En Su propia víctima (1964), dirigida por el artesano Paul Henreid (uno de los directores del serial Alfred Hitchcock presenta), la Davis interpreta a dos hermanas gemelas que, o bien se ignoran, o se odian a muerte. La película parte del supuesto de que dos Bette Davis son mejor que una, a pesar de lo cual, el crítico del Times se carcajeaba de la actriz en estos términos: «Exuberantemente libre de corsés, el torso de la Davis parece un saco lleno de botas de caucho. Por culpa de una tosca utilización de los cosméticos, su cara parece una foto de Utha tomada desde un U-2. Y su actuación, como siempre, no es en realidad una actuación: es un desvergonzado exhibicionismo». A pesar de lo cual, que no deja de ser cierto, la película gana enteros si el espectador se olvida de los detalles y se sumerge en el puro entretenimiento.

La otra película del paquete es A merced del odio (1965), una producción de la inglesa Hammer, dirigida por Seth Holt, y basada en una novela de Evelyn Piper. La película presenta a una madura Bette Davis (57 años, aunque forzada a aparentar bastantes más), en el papel de niñera de un niño caprichoso y desequilibrado. Esa chifladura se extiende a la madre del niño, a su padre e incluso a su tía, y, por supuesto, a la propia Bette Davis, sobre la cual pesa la sospecha de haber ahogado a una niña en la bañera. En esta ocasión, la crítica Judith Crist, del New York Herald Tribune enjuicia la película con mayor ecuanimidad: «En esta cuarta irrupción en el estilo Hitchcock-cum-horror, la señorita Davis se centra más en el personaje que en el engaño y ofrece una interpretación magníficamente controlada de una niñera celosa y voraz… De hecho, Bette Davis marca la pauta y es su interpretación, junto con las cuatro secundarias, lo que confiere a este filme su distinción». Hay que decir que, para entonces, la Hammer dominaba el terreno del cine macabro. En su haber contaba ya con algunos aciertos como El sabor del miedo (1961), con piscina turbia y protagonista paralítica, y Paranoiac! (1963), con demente alcohólico aficionado a tocar el órgano por la noche.

Por su parte, Joan Crawford aprovechó cualquier oportunidad para explotar su perfil de mujer cruel, egoísta y manipuladora. En 1964 encarnó a Lucy Harbin, en la película de William Castle Strait Jacket, aquí llamada El caso de Lucy Harbin. Inscrita en la órbita de Psicosis, y con argumento del mismísimo Robert Bloch, la película cuenta la historia de una sesentona alucinada que regresa del manicomio tras veinte años de reclusión por haber despedazado a su marido y a su amante con un hacha. Ataviada con vestidos escotados, pelucas y alhajas de mal gusto, la Crawford pasea sus cejas hiperbólicas y sus andares hombrunos por la granja donde vive su hija, que es escultora, y donde no faltan hachas para inquietar al espectador. Todo el mundo sabe para lo que sirven las hachas en las películas de terror. ¡Zas!

Al año siguiente, Joan Crawford volvió a colaborar con Castle en Jugando con la muerte (1965), una divertida cinta de suspense donde unas jovencitas se entretienen con llamadas telefónicas inoportunas. La casualidad las lleva a contactar con un hombre que acaba de asesinar a su amante. Para mayor desgracia, Joan Crawford es la vecina del asesino y está deseosa de arrastrarlo a sus brazos, puesto que para eso es una vieja arpía y él un mocetón con veinte años menos que ella. Decir que la Crawford está patética espiando al asesino, colándose en su casa y ofreciéndole su cuerpo es decir poco. Al final se agradece lo que le pasa, por impertinente.

Su filmografía de vieja loca se completa con un episodio de Galería Nocturna, el serial de Rod Serling (1969) para televisión, interpretando a una multimillonaria ciega dispuesta a servirse del mundo en su propio beneficio. Ojos se llama el capítulo al que nos referimos, dirigido por un jovencísimo Steven Spielberg.

La modalidad de películas protagonizadas por viejas damas locas (lo que el crítico Roger Ebert, con guasa, calificó de menopausal metaphysical mystery) halla su continuidad en dos filmes de Curtis Harrington, un director de Los Ángeles que orientó toda su carrera a lo fantástico, y que, lamentablemente, no goza de la suficiente popularidad. Nos referimos a ¿Qué le pasa a Helen? (1971) y ¿Quién mató a tía Roo? (1972), ambas protagonizadas por Shelley Winters, a la sazón cincuentona y bien entrada en carnes. En la primera, Debbie Reynolds y Shelley Winters abren una escuela de danza para niñas después de que sus hijos hayan sido condenados por un terrible asesinato. En la nueva ciudad, Helen creerá verse acosada por alguien que las hace responsables del crimen, pero el acoso es mental: Helen, progresivamente, se irá volviendo más y más loca. En ¿Quien mató a tía Roo?, la señorita Winters (52) es una ricachona gorda y emocionalmente inestable que anualmente convida a su mansión a los niños de un orfanato con el fin de sublimar su maternidad perversa. Contra todo pronóstico, son una pareja de inocentes niños quienes destapan la caja de los horrores y ponen en peligro la vida de la pobrecita tía Roo.

Curiosamente, ninguna de las películas de Aldrich, Castle o Harrington, que tanto nos han hecho disfrutar, aparece en la enciclopedia Mil películas que hay que ver antes de morir (edición del 2004). No sé si los recopiladores del libro consideraron que esas películas no merecen aparecer en una antología o que apostaron porque las veamos después de muertos. En mi modesta opinión, yo recomendaría disfrutarlas cuanto antes, no vaya a ser que  nos quedemos sin verlas porque al otro lado de la pantalla no haya cines.