Una tarde con John Williams

Las horribles historias de Sileno

 

No diré cómo, porque no viene a cuento, pero me regalaron una entrada para el Palau de la Música de Valencia. El día tal del mes cual, hace más de un año. Echaban un concierto de música de películas y como la entrada me había salido gratis decidí acudir a ver qué se cocinaba. Me quité el chándal, me puse unos pantalones de tergal y una chaqueta de pana que guardaba de mi época del sindicato, y me cambié las bambas por unos zapatos con cordones. Me peiné y enderecé la columna. Se trataba de no desentonar y parecerse a esos que pagan religiosamente la entrada y aguantan la monserga hasta el final.

Llegué con tiempo suficiente para familiarizarme con el lugar: tenía que localizar los lavabos, el bar —si lo hubiera— y las puertas de escape, por si me apetecía salir huyendo. El programa anunciaba música de John Williams, el autor de Tiburón, E.T., Supermán y toda una retahíla de grandes éxitos del cine. Confieso que nunca había estado en el Palau; yo soy más de bandas de música en la calle, por la noche, sentado en una silla de tijera y con mucha cerveza. En ese ambiente puedes levantarte cuando te dé la gana y pasearte si estás harto. Y por lo que hace a la música, puedo decir que me va poco. Yo solía acudir a la Sala Mirasol los domingos por la tarde, mayormente para ligar, porque nunca he sido partidario del baile sin motivo. Un día se lo aclaré a Rosalía, la viuda con la que salgo ahora. Le dije que yo no bailo, y si bailo, bailo solo. La tía se había creído que iba a aprender el chachachá para darle satisfacción.

Enseguida me percaté de que no me gustaba el asiento que tenía reservado: fila dos, muy cerca del escenario y con cuatro personas a un lado y diez al otro. Una auténtica jaula. Desde allí no podría ver sino los pies de los intérpretes y, además, resultaba imposible moverse a voluntad. Así que fingí cojera y fui a sentarme en una butaca individual, reservada para gente discapacitada, muy cerca de una de las puertas de acceso. Aquel asiento me convenía. Podría estirar las piernas hacia el pasillo y levantarme cuando quisiera. Llevo ya muchos años haciéndome el cojo en la puerta de San Bartolomé sin que ninguna feligresa haya notado el engaño. 

La gente aplaudió cuando entraron los incontables músicos de la orquesta y su envarado director, un tipo con gafas de pasta, levita y una melena grisácea, preparada para ser agitada a la menor ocasión. O si no, al tiempo. He sido peluquero durante más de treinta años y sé reconocer al segundo cuando un tipo es un chulito y se las da de intelectual.

Tras los aplausos se apagaron las luces y empezó la tabarra. Nunca he acabado de comprender el interés de la gente por la música en directo, con lo cómodo que resulta escucharla en casa mientras haces otras cosas. En el auditorio, todo el mundo ha de estarse quieto y calladito, como si estuvieran en misa. No se puede hablar ni toser. Así que aproveché el final de la primera pieza para salir al bar y charlar con la camarera.

La camarera no estaba para cuentos, así que deambulé con una cerveza arriba y abajo, mirando por el ventanal a los que hacían deporte en el lecho del río, corriendo como si los persiguiera alguien, hasta que me entraron ganas de mear y me fui a los lavabos. Dos gruesas puertas de roble para acceder a la fila de urinarios, y aún así, desde dentro se oía la orquesta. No negaré que me sonaban algunas fanfarrias, quizá porque las habría oído en la tele. Al cine voy más bien poco. Me lavé las manos con parsimonia, usé el secador de aire y me ajusté el pantalón antes de volver a la sala. 

Lamentablemente, un tipo gordo y con aspecto de atontado había ocupado mi asiento. A su lado, plegada, una silla de ruedas. Estaba claro que no me volvería a sentar allí, pero tampoco quería quedarme de pie. Y mucho menos cuando vi que una vieja de pelo blanco y foulard de colorines se había colocado en mi asiento, precisamente en la butaca que yo tenía reservada en la fila dos, que es una fila muy buena, cerca de la orquesta y tal. Así que me entró mucha rabia. Salí dispuesto a exigir mis derechos, y cuando di con una de las azafatas del auditorio le expuse a gritos mi queja. La chica, muy amablemente, me rogó que esperase al descanso, algo que se produciría en tan solo veinte minutos, y que, mientras tanto, me sentara en alguna otra butaca que hubiera junto al pasillo. Más que nada, para no molestar. 

¡No es lo mismo la fila dos, le dije, centrada, que una butaca en el lateral de la dieciséis! Refunfuñé, pero accedí para no provocar un bochinche en plena actuación.

Durante el descanso, mucha gente salió al vestíbulo. La barra del bar se llenó. Los lavabos también. Y yo aproveché para meterme en mi asiento, que había quedado vacío, y me agarré con fuerza a los brazos de la butaca para reafirmar que aquel lugar era el mío. Afortunadamente tuve tiempo de reflexionar. Si me quedaba allí tendría que aguantar el peñazo de John Williams hasta el final. Así que salí apresuradamente para buscar a la vieja del pelo blanco y el foulard de colorines para proponerle un pacto. La encontré en la cola del lavabo de señoras.

—Le vendo mi entrada —le propuse diligente—. He visto que ha ocupado usted mi asiento y no quisiera hacerla levantar de allí.

La vieja me miró perpleja. Al principio se hizo la despistada, pero después accedió a cambiar mi localidad por la suya, en la fila diez, y añadir dos euros a la transacción.

—Es lo que llevo suelto, buen hombre —me dijo, como si fuera una feligresa de San Bartolomé. ¡Había conseguido dos euros sin tener que fingir cojera!

Con aquel par de monedas quise comprarme un paquete de tabaco rubio (hace años que no fumo, pero aquel día me apetecía), pero dos euros no daban para tanto. Así que regresé a casa caminando y sin fumar. Acabé el día tomándome una cerveza en el bar de Vicente a la salud de la vieja y deseándoles a John Williams y al auditorio que les den.