Salimos del pueblo los tres, mochila al hombro y bien caladas las gorras. Junto a mí, un joven químico y una geóloga en paro, interesados en el estudio de la zona. Apenas lucía el sol y la atmósfera era turbia. Íbamos en busca de una charca que, según un viejo mapa que me había agenciado, debía quedar a unos cientos de metros de allí, tras un extenso cañaveral que nos cerraba el paso. Los tres queríamos alcanzar el centro de la poza y analizar sus aguas. Después ya me encargaría yo de tomar el pulso al negocio que me bullía en la cabeza desde hacía meses: comprar terrenos pantanosos, rellenarlos con piedras y alquitrán y construir apartamentos, campos de golf y puticlubs, con el fin de hacerme rico antes de morir. Ya comprobaríamos si el agua de la charca era dulce o salobre y si era mejor vaciar el marjal o, directamente, enterrarlo. Pero si el proyecto me obligaba a transitar por el lado más salvaje de la ley, siempre encontraría abogados, urbanistas y alcaldes a quienes untar el bolsillo.
Abría el camino Pascual, el más joven de los tres, aunque no el más habilidoso: hundía en el barro sus piernecitas de veinteañero, desprovistas de polainas. Los hierbajos le acariciaban las tetillas y a punto estaba de desaparecer tras la nube de mosquitos que nos rodeaba. Pascual prefería las farolas a los árboles y odiaba los caminos de tierra. Aún así, aquel día se movía con ganas, espoleado por la ilusión de analizar los fluidos de la charca. A nuestro lado gorjeaban los chotacabras, simulando conversar. Bajo los juncos copulaban las ranas sin descanso. Al pie de los troncos carcomidos, las culebras se retorcían de placer, mudando de piel.
A pocos metros chapoteaba Isabelita, nuestra geóloga en paro, quien, acostumbrada a deambular entre rocas metamórficas, se desenvolvía con dificultad en aquel ambiente tan húmedo. «Demasiados bichos y demasiadas plantas», comentó. «Dudo que encontremos esquistos arcillosos en esta zona». ¡Qué obsesión con los esquistos arcillosos y la potabilidad de las aguas! Yo les había convencido de que la charca les abriría insospechadas oportunidades económicas y prometedores campos de trabajo. En mi caso, la oportunidad de hacerme rico convirtiendo el fango en una plataforma de hormigón sembrada de apartamentos.
Tras ellos caminaba yo, aguijoneado por la avaricia. Me había desayunado un par de carajillos y eso multiplicaba mi aplomo y claridad mental. Avanzaba con decisión, silbando viejas canciones y reflexionando sobre las relaciones humanas. Influido por mis recientes lecturas, interpretaba la realidad como una suma de cuerpos delebles, condenados a la licuefacción. Las ideas de Bauman se me imponían con energía: la nuestra es una sociedad líquida donde todo fluye y donde el orden político, la división en clases, los espacios físicos y de relación se descomponen, dando paso a un terreno mórbido, poblado por tipos solitarios, sin ética, sin afectos sólidos ni certezas. Ahí estábamos nosotros como ejemplo por si hacía falta demostrar algo.
En ese momento tuve una intuición extraordinaria: Bauman se quedaba corto. Quizá se aproximaba a la verdad, pero era incapaz de sumergirse en ella. La idea explotó en mi cabeza como un chupinazo: ¡estábamos buscando la charca desde dentro de la propia charca! Sólo una mente excitada por el alcohol podía percibir así, de golpe, la fatal permeabilidad del mundo, su fluidez pastosa, tan próxima al légamo en el que estábamos hundiendo. ¡Nada de modernidad líquida! En todo caso, ¡modernidad fangosa!
Primero lo medité en silencio y callé la boca, pero, al poco, no pude contenerme y tuve que gritarlo: «¿Os habéis creído que la ciencia, vuestra ciencia, os permitirá conocer la verdad y os abrirá los ojos al futuro? ¡Malditos ilusos! ¿Acaso no os dais cuenta del lodo en que están envueltas vuestras vidas? Escuchadme bien: no tenéis otro presente que la charca; de ella habéis nacido y a ella volveréis. ¡Vuestros conocimientos son una charca y vuestras esperanzas también! ¡Tenéis los sueños enfangados, y hundida en el cieno esa porción de química orgánica a la que llamáis amor! ¡Vais a pasaros la vida en un lodazal!»
Isabelita y el químico detuvieron el paso y se volvieron a mirarme. «¿Decía usted algo, señor Baranda?», me preguntó la geóloga. «¡Paparruchas filosóficas! —apuntó Pascual—. Hoy no me apetece hacerle caso». Me encogí de hombros y seguí chapoteando. Casi sin darnos cuenta habíamos llegado al centro de la charca y allí cada cual empezó a tomar sus medidas.