Un buen día paseando por Gabón, tras darle las buenas noches a mi maitea, tropecé con un reactor nuclear. Natural, dirán ustedes. A primera vista no tenía nada de particular, quizá porque la semidesintegración del uranio no daba más de sí. Por si acaso, saqué el contador Geiger que me regaló, en un alarde profético, mi tía Puri. Comprobé que el ingenio apenas emitía un cricrí lánguido y sin gracia. Mi primera reacción fue la de cambiar las pilas del cacharro. Hecho el cambio, me percaté de que un grillo seguía mis pasos y alzaba su estridulación sobre el ruidito del Geiger. Total, que lo apagué, y el grillo me acompañó unos metros más hasta que me detuve ante esa señal amarilla con una especie de trébol negro minimalista. El grillo, en su silencio, pareció advertir también el supuesto peligro radiactivo. Pese al enmudecimiento del insecto, la segunda reacción no fue nuclear, o, si lo fue, la cosa parecía estar controlada. El miedo, por tanto, seguía sin aparecer, y, así, intrépido, proseguí dando palos de ciego en busca del núcleo de helio desaparecido. Admito ahora que me adentré en el peligro de los electrones y positrones ionizantes con la única protección del tejido de algodón de mis pantalones cortos y mi camisa estampada de palmeritas tropicales. Aunque de nada me serviría contra unos fogonazos de rayos gamma.
Bien, como les iba contando, continué descendiendo hacia la sima de la energía disparatada. O eso me induje a pensar. Noté que el ADN de todo mi cuerpo ardía en deseos de transformarse. Así, mutatis mutandis, mi piel de Bruce Banner iba tornándose verde, mis sentidos se aguzaban más allá del sentido arácnido. El frondoso follaje de las paredes iba despejándose progresivamente en el descenso. Cuando hubo desaparecido casi completamente, supuse que debía de estar muy cerca de la fuente radiactiva. Por si acaso, me eché las manos a la cabeza para cerciorarme de que mi mata de pelo no había corrido la misma suerte que la exuberante vegetación que dejé arriba. Mi piel había recuperado el tono claro del color que los europeos dimos en llamar «carne», tirando a un RGB (252, 202, 180), vamos. Pero mi sentido arácnido seguía desarrollándose a lo Peter Parker: nada me era ajeno, salvo el conocimiento. Con ínfulas de investigador privado (de juicio), me dio por escarbar. Mis esperanzas se acrecentaban a cada centímetro sin comprender muy bien para qué ni por qué seguía con aquella euforia excavadora. Canté albricias a los tres palmos, más o menos, cuando las yemas detectaron algo duro y las uñas empezaron a chirriar. Continué con más ahínco y con más tino, bordeando el contorno del objeto que se resistía a mis garras. Cayó la noche y, con ella, la lluvia. Gracias a la bendita agua, el terreno fue reblandeciéndose y el trabajo se hizo más eficiente, aunque más sucio. Pronto, el pequeño hoyo se inundó, pero mis brazos ya estaban tirando del preciado objeto hacia fuera.
Por increíble que pareciera, tenía en mis manos el fósil del fémur de un nyamala y amali (o más conocido como mokèlé-mbèmbé). Pesaba lo suyo, y en la ascensión de regreso a la superficie, ya dificultosa para mis acostumbrados doscientos seis huesos, me las vi y me las deseé para arrastrar el descomunal fémur petrificado. Había intentado acarrearlo en vilo, pero la exposición a unos pocos microsieverts debía de haberme debilitado como ese mineral verde debilita al superhéroe que vino del planeta Krypton. A consecuencia del arrastre, el fósil llegó al exterior del hoyo con un peso algo inferior al del instante del hallazgo. Y algo deteriorado. Similar al peso de un jamón entrado en carnes, me resultó mucho más fácil portarlo echándomelo al lomo.
Amanecía cuando llegué al campamento. Mi querida Izaskun me esperaba con los brazos en jarra (inconfundible silueta a contraluz). No transigió con las explicaciones que le di. Le parecía razonable que hubiera dado un paseo para vencer al insomnio, pero no aceptaba que hubiera corrido semejantes andanzas sin contar con ella: que podía haberla despertado para compartir la fama, que yo solo pensaba en mí mismo, que ella siempre se pierde lo más interesante cuando viajamos… Que allí me quedaba con mi hueso de jamón del Jurásico y que ya hablaríamos de vuelta en Moratalaz. Vi cómo se alejaba con una sencilla mochila a esperar el autobús que la llevara a Libreville. Y con ella, mi pasaporte, la loción contra los mosquitos, el protector solar y unos setecientos mil francos de la comunidad financiera africana.
Me cambié de ropa con lo que quedaba en la maleta alojada en la tienda de campaña. Al menos estaba seco. Seguía oliendo a rayos, pero seco; de alguna forma, el barro que impregnaba mi piel bien podría hacer de repelente. Durante el pretendido acicalamiento fui maquinando un plan para comunicar el fortuito hallazgo a la comunidad científica. Seguí el procedimiento del can: enterrar el hueso. Recogí la tienda para borrar al máximo las huellas de nuestra presencia, la enterré también, junto con la maleta, y me dirigí a la carretera más cercana, siempre hacia Oriente. Con suerte, algún vehículo me recogería para acercarme a la capital de Gabón. Allí buscaría la embajada española y les informaría de mis andanzas, y quizá así ayudaran a un compatriota.
Estuve vagando hasta el ocaso sin dar con la ansiada carretera. Hallé cobijo junto a unos matorrales selváticos, donde caí dormido bajo un diluvio tropical. Cuando desperté, el fósil del saurio ya no estaba allí (una forma abrupta de despertar del sueño de la lechera). Me había concentrado tanto en la quimera que los añicos del onírico jarrón se extendían exponencialmente por el suelo, en una reacción descontrolada. Paradójicamente, el agua, sencillo moderador de la energía cinética de los neutrones del uranio 235 de los antaño reactores de Oklo, no había moderado mi reacción. Aunque, eso sí, no falló en su función refrigerante, y así fue como enfrió mi ánimo arrastrando todas mis ilusiones. Anduve desorientado varias semanas, comiendo raíces, gusanos y demás viandas. Famélico, perdido y alejado de Gabón, fui recogido en una carretera por jóvenes uniformados. Aquellos simpáticos militares me retuvieron esposado (y debidamente alimentado, eso sí) unos días más en un campamento próximo a Mankondo, a las órdenes de un tal Aureliano. Un buen día, la diosa Fortuna decidió de nuevo mi destino, y tras unas cuantos gritos y algunas bofetadas, el coronel y sus hombres se convencieron de que yo era un pobre blanquito perdido en el corazón de África. Cómo me verían, que varias noches después me invitaron a acompañarlos en un convoy hasta Kinsasa. Allí fui liberado, si puede decirse así, pues seguí pegando tumbos por una urbe mastodóntica y totalmente desconocida, que en nada se parecía a Libreville. Al principio fue una sorpresa toparme con aquel enorme hueso colgando en un pequeño bazar de souvenirs, pero luego aparecieron más; todos con una etiqueta en la que se veía escrito mokèlé-mbèmbé junto al dibujo de una especie de diplodocus enano. Supuse entonces que alguien me había robado mi preciada pata fosilizada.
Han pasado dos años de soledad sin nadie que me escriba. El único corolario que saco de todo esto me lleva al primer principio de la termodinámica, que, en la forma que reformulamos de Lavoisier, es eso de que la energía ni se crea ni se destruye, sino que solo se transforma. Pero hasta para eso me falta originalidad, pues, más que un corolario, es el teorema de Noether el que nos permite demostrar esa y otras conservaciones, dadas ciertas simetrías. Tal vez no mi conservación, aunque vivo en etanol y quinina, a orilla del gran Congo, aún en su margen izquierda y sin comprender todavía cómo pude cruzarlo antes de llegar a Mankondo. Echo de menos a mi Izaskun maitea, pero he abandonado toda esperanza de regresar a Moratalaz. ¿Quién sabe? A lo mejor nunca encuentro otra alma gemela; me bastaría con encontrar un alma simétrica, o más aún, con encontrarme a mí mismo y no encontrarme jamás con otro reactor nuclear natural. Porque patente queda, a la luz de lo que les he narrado, que no es mi negociado, ¡por todos los protones!