No sabes muy bien cómo ocurrió, pero sí recuerdas el miedo que te invadió el día que el tiempo se detuvo para siempre. Era un frío día de invierno, apenas había pájaros en el cielo y tampoco las nubes parecían moverse.
Por la ventana no entraba ni un rayo de luz y pensaste que tal vez el día estaba nublado. Te extrañó que tampoco sonara el teléfono y que no se oyera el bullicio de los hijos de los vecinos al ir a la escuela, como cada mañana.
Decidiste ir a dar un paseo. En la calle reinaba un extraño silencio que te hizo pensar que algo no andaba bien, apenas se oía el ladrido de un perro en la lejanía y nada más. Las tiendas estaban cerradas, pese a ser media mañana, y la luz intermitente de los semáforos se reflejaba sobre un tráfico inexistente. No había nadie.
En las noticias de los últimos días algunos científicos habían difundido la insólita idea de que el tiempo no existía. Habían logrado demostrar que el pasado, el presente y el futuro eran pura ilusión, tan solo una convención que usábamos para poder entendernos, fruto de nuestra escasa capacidad cognitiva.
Mientras callejeabas, te iban viniendo a la cabeza estas ideas, y poco a poco te empezó a invadir el temor. Empezaste a pensar que tal vez la causa de la quietud de la ciudad era que el tiempo se había detenido, aunque te preguntabas cómo podía detenerse el tiempo si acababan de descubrir que no existía.
Te serenó un poco pensar que la noche anterior todo había transcurrido aparentemente con normalidad, las nubes seguían desplazándose por el cielo y las hojas de los árboles todavía mudaban de color.
Al contemplar las calles vacías regresaste a casa con cierto malestar, no había ni un alma. Mientras cruzabas el rellano de la escalera oíste el timbre del teléfono de tu apartamento. El ansia de hablar con alguien era tan intensa que te abalanzaste hacia el receptor con ímpetu. Se te cortó el aliento al oír la voz que te hablaba desde el otro lado del hilo, al instante reconociste aquel tono y aquella cadencia tan querida y familiar, no podías creer que aquello fuera cierto.
La voz no era otra que la de tu amado padre. No la habías escuchado desde hacía más de ocho años, aquel lejano y triste día en que tu padre te susurró sus últimas palabras desde su lecho de muerte.
De repente la idea de que no existiera el tiempo dejó de angustiarte, te empezó a parecer magnífica, un concepto con amplias posibilidades. Si era cierto que el tiempo no existía, la muerte no podía ser más que pura invención.
Esta última frase se te grabó en el cerebro casi como un mantra, pura invención, pura invención,,, la frase iba resonando en tu mente sin cesar. Acaso el tiempo, la muerte, la vida, todo, no fuera más que eso, una infinita invención.
Imagen@davidszauder