Un lunes de otoño, al regresar a casa, me extrañó encontrar tu trenza bajo los lirios del jardín. Ver algo tan humano junto a las flores me desconcertó y acabé esparciendo la trenza a modo de abono entre las plantas, sin imaginar lo que aquello llegaría a originar.
No tardó en llegar la primavera y en abril todo el jardín había florecido, las flores brotaban por todas partes y de todos los colores. Crecían de una forma desmesurada, en pocos días la fachada se cubrió de azucenas y pasiflora. Y las paredes laterales no tardaron en revestirse de lirios amarillos.
Nos inquietó que la hiedra y las glicinias obstruyeran los ventanales y la chimenea, se movían de una forma casi humana como si tuvieran un plan preconcebido. Tal vez tu trenza les contagió algo de humanidad.
Ya no sabíamos qué hacer ni qué pensar hasta que una noche la madreselva trepó por la puerta de entrada y obturó la cerradura. Entonces la vegetación penetró por todos los rincones del edificio y nuestra casa acabó convirtiéndose en una fortaleza de la que no podíamos salir.
Desde entonces estamos siempre en casa. Nos hemos instalado junto a los rosales que cubren la chimenea, el único espacio todavía habitable. Lo más curioso es que estamos bien, no añoramos salir al exterior, tal vez porque el olor a jazmín nos arropa por la noche y rodeados de vegetación nos sentimos en paz.
A ratos nos preocupa cómo lo haremos cuando se nos acaben las existencias, aunque los calabacines, berenjenas y otros comestibles ya están creciendo en el desván y desde la cocina, justo detrás del jazmín, tenemos acceso al agua del pozo.
Nunca antes nos habíamos sentido parte de la naturaleza como ahora. Las plantas y las flores viven sin más, nunca se preguntan sobre su existencia, ni sobre por qué sienten esto o aquello, y ya nosotros hacemos como ellas y con sentir nos basta.
Llevamos tanto tiempo aquí, juntos, que tal vez nuestras raíces estén ya bajo este trozo de tierra, como las flores y la hiedra del jardín.
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