Un cuento indecente

Pesca de arrastre

Marcos Fajardo quería escribir una buena historia y necesitaba un arranque potente, por eso compró los derechos de una narración a Nicomedes Piernavieja, avispado —y, casi siempre, achispado— editor del que ya hablamos en alguna ocasión1.

Marcos tenía ganas de escribir una historia erótica y le gustó el inicio que ideó en su día Horacio Pereira, el inventor de títulos para novelas2, y que hábilmente supo encontrar Nicomedes entre carpetas atiborradas de papeles y revistas de señoras estupendas en bolas en el desván aquel de la vieja casa que perteneció en su día a Horacio, ya difunto:

Elena estaba harta de no comerse un colín y decidió cambiar de aspecto radicalmente.
En la clínica aquella le metieron en los morros medio kilo de silicona y se le puso boca de lechona lactante. Luego le quitaron las bolsas de debajo de los ojos, parte de la papada y unas verrugas del dorso de la mano. Se lo metieron todo en un táper para que se lo llevara a casa.
Enseguida encontró novio. Se llamaba Cipriano.

Aquella tarde en el cine los labios de Elena se le ofrecían a Cipriano como una fruta madura. Cuando este la besó notó, además del olor a ajo, una potente erección no buscada y cómo todo el vello de su piel se erizaba en consonancia con su miembro enhiesto. La epidermis de ella era suave como la de un melocotón y olía a esa mezcla de sudor rancio y deseo que emanan las mujeres enamoradas cuando son jóvenes y se lavan poco.

Pensó que era un buen inicio para una historia tórrida de amor loco, lujuria y desenfreno. Y se puso enseguida a continuar la historia:

Y aprovechando la oscuridad de la sala y la oportunidad de encontrarse en la última fila, la llamada acertadamente fila de los mancos, allí mismo dieron rienda a sus impulsos lascivos y, como pudieron, se apañaron para complacerse mutuamente, no importándoles lo más mínimo guardar las formas ni la incomodidad de realizar el coito en la misma butaca, ella a horcajadas, arremangada, subida encima de Cipriano, como hábil amazona galopando sobre potro desbocado. Tampoco se cortaron lo más mínimo cuando al unísono alcanzaron sendos orgasmos y, tras los oportunos jadeos, prorrumpieron en gritos y exclamaciones de elevado tinte obsceno, hasta el punto de que uno de los espectadores de tres filas por delante les llamara la atención y el acomodador acabara finalmente por expulsarles del cine.

—Pues no me está quedando mal —se dijo Marcos—. Creo que la historia va bien encaminada. A ver si tengo algo de tiempo y la continúo uno de estos días.

Marcos trabajaba en una empresa funeraria, y últimamente, entre el balance anual y la pandemia, la verdad es que no disponía de demasiado tiempo para dedicarse a esta vocación que acababa de descubrir recientemente, la de autor de literatura erótica, algo tan apegado a la vida como su trabajo lo estaba a la muerte. Ahora resultaba difícil encontrar un poco de tiempo para continuar una historia que merecía tomársela con calma, pero con dedicación plena. La continuaría en cuanto pudiera.

Pero pasó algo que cambiaría radicalmente sus primeras intenciones… En la última visita que hizo al cementerio, con ocasión de un acompañamiento funerario (traslado del ataúd desde el tanatorio hasta el lugar de enterramiento, etc.) comenzó a replantearse su vida. De ahí pasó a las preguntas y los pensamientos manidos; qué somos, a dónde vamos, qué sentido tiene todo, nuestras vidas son los ríos que van a dar al mar… Y finalmente una reflexión más profunda le llevó a descubrir que estaba equivocado en todo: su actividad, sus lecturas, sus creencias… Y decidió purgar su conciencia revisando todo lo que hizo hasta el momento: trabajo, aficiones… Quiso redimir sus pecados. Contactó con un pastor de una secta evangelista de su barrio y decidió cambiar de vida. También decidió retomar la historia aquella y usarla para enmendar sus errores. De esta forma escribió a continuación:

Después de aquello, Cipriano comenzó a encontrarse mal. Le remordía la conciencia por lo que había hecho. Sentía asco de sí mismo. «Soy un vil gusano que ha sucumbido a los placeres de la carne. ¿Se puede comparar el goce de unos minutos por toda una eternidad de suplicio eterno en los infiernos? Porque he pecado —se decía—. Y además del placer prohibido al no estar casado, he cometido un vil asesinato: miles de espermatozoides, de posibles futuras vidas han quedado dentro del preservativo que utilicé. Hijos que no van a nacer jamás. Soy el más miserable de los mortales y merezco el castigo divino.» Tenía ganas de irse a casa e ideó una excusa para que Elena no sospechara nada. Dijo encontrarse indispuesto, con el estómago revuelto por culpa de las palomitas, del refresco de cola y del meneo. Y con esas se marchó, dejando a su novia con la boca abierta.
Camino de casa, absorto en sus cavilaciones y arrepentido de sus actos le atropelló un coche. Había recibido su justo merecido por libidinoso y pecador.
¡Jóvenes que habéis leído esta historia: aprended de los errores de Cipriano y no cometáis el mismo pecado! ¡Llevad una vida virtuosa de trabajo, contención y castidad!

El relato fue incluido entre las lecturas piadosas obligatorias de la secta aquella para educación y provecho de los jóvenes que se iniciaban en ese credo. Hay quien dice que algunos solo leían —en privado y satisfactoriamente, por cierto— la primera parte y obviaban el final, pero eso ya son habladurías.


(1):  https://lacharcaliteraria.com/nuevos-titulos/

(2): https://lacharcaliteraria.com/horacio-pereira-vendedor-de-titulos/