Lo vengo observando ya desde hace un tiempo. Todas aquellas películas en las que un padre cede (explícitamente o encontrándose con los hechos consumados) a su hija en matrimonio me suelen resultar campos de observación o minas de las que extraer ríos de comprensión.
Campos de observación para descubrir, en las inocuas, una mínima huella de turbación en la mirada de ese padre que asiste a la boda de su hija. En las más profundas —conviene que no sea la cosa demasiado explícita para que obtenga el efecto que ahora describo— entiendo siempre las razones de la desazón, hasta llegar al comportamiento más reprobable de ese padre al que, no fastidiemos, le han arrebatado a su querida hija.
Ese era el malestar, en mi opinión, que asaltaba la confortable vida del protagonista de Belle (André Delvaux, 1973), film que siempre traigo a colación por esto y por su continua evocación de las imágenes oníricas del otro Delvaux —Paul, claro— pero puede detectarse ese tipo de reacción con muchas películas que respondan a un buen ejercicio de observación.
Hace no mucho vi La despedida (Un adieu), un cortometraje —y como tal una película bastante desconocida— de 2019 de Mathilde Profit, una mujer que veo ha trabajado mucho en el cine francés, haciendo de script de realizadores de primera fila, siendo quizás el Holy Motors de Leos Carax la pieza de más repercusión por aquí. Vale decir que ese cortometraje me encantó y que, desde luego, entra de lleno en el campo éste que estoy labrando.
Cuenta una historia, como debe ser en un cortometraje de ficción, muy sencilla, pero que puede cargarse de significados con bastante fondo: un padre acompaña en su camioneta a Léa, de 18 años, hasta París, donde ella va a iniciar sus estudios de Bellas Artes, por lo que residirá por vez primera fuera de su ciudad de provincias. Le ha alquilado un mínimo apartamento, donde la deja con los trastos transportados, tras haberle montado y ajustado un par de muebles.
La película me pareció, en su sencillez, de una gran delicadeza. Solo le quitaría de en medio una música que hace su aparición en dos momentos y que, sobre todo en el primero de ellos, subraya de forma a mi parecer innecesaria y muy cursi algo que ya somos capaces de ver y sentir por nuestra propia cuenta, sin ese tipo de aditamentos.
Como siempre en estos casos, es la escena final la que te llega a fondo: padre e hija se despiden en la puerta del pequeño apartamento —ahora ya del todo preparado para acogerla— donde va a vivir su hija. Él se va en su camioneta. Los trabajos de una obra en la calle le detienen un tiempo. Cuando por fin sale a otra calle más amplia ve en la acera, caminando, a su hija, quien distingue el coche. Se miran, ella saluda con la mano, con un deje de emoción.
Un deje de emoción que se trasmite al padre y, al menos en mi caso, al espectador, haciéndote valorar todo lo que está en juego.