Hassan estaba practicando el salat en su habitación, sobre la alfombra de oraciones. Esa noche hacía un calor extraordinario. El cosquilleo de la alfombra en la frente le ayudaba a concentrarse. Se levantó, dispuesto a recitar de nuevo la sura de La apertura. No advirtió el sonido sibilante de los drones en el exterior, y no fue consciente de su existencia hasta que uno de ellos entró por la ventana y se le encaró.
—Hassan Abdullah Ahmer— dijo el aparato con voz mecánica, y el hombre asintió y no pudo evitar la contestación.
—Soy yo.
El dron reaccionó encendiendo una luz verde y se metió entre sus brazos, como si quisiera abrazarlo antes de explotar. Le pareció oír unas palabras.
—Tu corazón es mi verdad y mi pasión.
Y los restos de su corazón se expandieron por toda la habitación.
Su cerebro, lanzado al aire junto con la cabeza, todavía vivió unos instantes, los suficientes para que le acometiera la sensación de tener una familia en la habitación contigua. Había salido un momento del comedor, mientras sus ancianos padres, sus seis hijos y su marido esperaban sentados a la mesa a que volviera para ocuparse de ellos; se le pasó por la mente que tenía que lavar la ropa y cuidar de la casa; en definitiva, su vida estaba centrada en hacerle a su familia la vida más soportable.
Sintió una paz extraordinaria, hasta que advirtió que asumía el papel de la madre y se dio cuenta de que aquella no era su vida actual, sino una vida anterior, y revivió otra apenas perceptible en un instante, y otra en la que corría junto a las bestias, en medio del polvo, con el único ánimo de sobrevivir a una jornada de caza.
Durante un segundo, vio la lámpara destrozada desde abajo, pero enseguida se elevó hacía el techo y descubrió sus propios restos en el suelo. La cabeza estaba en una esquina de la habitación. No tenía mandíbula. Los ojos, abiertos, inyectados en sangre, lo miraban sin expresión. El aire todavía temblaba a causa de la explosión cuando entró Salina, su esposa.
No podía oírla. Aun así, sintió los gritos que hacían reverberar las paredes. Al cabo, entraron los niños y Salina tuvo que esforzarse por sacarlos. Hubo un minuto de silencio y, a continuación, aparecieron tres soldados. Su familia se agolpó en el umbral de la puerta, con el rostro desfigurado por el horror.
Quería quedarse allí y ver lo que pasaba, pero había algo en las alturas que lo atraía. Atravesó el techo y se elevó hacia el cielo a toda velocidad, como un globo que se escapa y se desinfla. Vio la casa intacta desde lo alto, la gente corriendo por la calle, la cuadrícula del barrio, los campos desérticos en los límites de la ciudad… Quiso ir a la mezquita, pero el viento se llevaba su alma y notó que empezaba a disgregarse, como si una brecha entre los ojos le mostrara diferentes perspectivas del paisaje. Pasó junto a un dron más grande que sobrevolaba la ciudad. Se alejó en el infinito azul hasta que se volvió negro. Creyó que se acercaba al séptimo cielo, pero de pronto descubrió que encima suyo se encendía una luz y se abría un pasadizo en el que había una multitud.
No tardó en recomponerse como humano y quedar atrapado en el tumulto, en medio de una barahúnda de gritos, mientras, por detrás, no dejaban de añadirse cuerpos que lo empujaban.
Desde su posición vio a otros musulmanes vestidos a la manera árabe, pero también judíos, asiáticos, africanos y europeos. Un grupito de ortodoxos empezó a entonar la canción de los muertos a su izquierda. De algún lugar procedía el canto del almuédano, pero no había ninguna mezquita ni iglesia a la vista. Advirtió entonces que la gente se buscaba y reunía por creencias, y todos tenían prisa por llegar hasta un lugar desde el que se pudiera acceder a su paraíso particular.
Hassan tuvo la sensación de que su camino era la extinción, desvanecerse, dormir para siempre, porque no se sentía identificado con aquel armario lleno de estantes en que cada uno tenía un rincón hecho a la medida de sus necesidades.
De pronto, oyó una voz.
—¡Hassan! ¡Hassan!
Era Salina, detrás de varios cientos de personas de todos los lugares del mundo que seguían agolpándose a sus espaldas.
Le tendió la mano, pero ella le golpeó en los dedos.
—¡Hassan, despierta!
Abrió los ojos. Salina estaba cubierta con el chador, se marchaba a su trabajo en la universidad. Poco después, oyó el portazo.
Se levantó y miró por la ventana. Amanecía. El mismo cielo polvoriento, el horizonte de antenas sobre los tejados y las áridas montañas que se hundían en el mar Rojo, donde las mantarrayas alcanzaban proporciones gigantescas, o al menos eso le decían a los turistas. Suspiró. Todavía no estaba en el cielo. Cerró los ojos e inició una oración por sus hermanos guerrilleros.
Entonces, lo oyó de nuevo.
—Tu corazón es mi verdad y mi pasión.
Y los restos de su corazón se expandieron por toda la habitación.