Esas dos hermanas, que no son hermanas, pero a las que quiero,
son enredaderas que reptan mi tronco, habitan mi cuerpo y sueñan mis sueños.
(De un poema de Honorio Rancaño)
Llegaron al barrio hace más de veinte años. Se instalaron en una planta baja de mi edificio, un espacio que debiera haber sido un local comercial pero que ellas acondicionaron como vivienda y, seguramente, como centro de operaciones de lo que fuera su trabajo, o su dedicación o lo que sea, aunque nunca supe en qué andaban metidas. A esas dos hermanas, que no son hermanas, pero que siempre van juntas, las veía salir cada mañana, pertrechadas con un equipo deportivo que haría la envidia de cualquier corredor aficionado. Porque yo corro —todavía lo hago y entonces corría más—, pero lo hacía con unas bambas convencionales y un chándal de mercadillo. Ni pantalones ajustados, ni medias de compresión, ni zapatillas con amortiguación integral. Ellas sí. Y también tenían equipo de tenis para los sábados por la tarde, con faldita blanca, zapatillas ad hoc, cinta para el pelo y bolsa especial para raquetas. Además, no les faltaban unas bicicletas deportivas para pedalear los domingos.
Esas dos hermanas, que no son hermanas y tanto me intrigan, mostraron desde el principio una actitud desdeñosa hacia la gente del barrio. Ambas a lo suyo, sin hacer concesiones, ni sonrisas, ni gestos. Una vida ajena, centrada en el ejercicio físico y en vete a saber qué más, musculadas, recias. Vistiendo siempre prendas ajustadas, gafas oscuras, sin pendientes ni abalorios. Y a la hora de la piscina (hay una gran cristalera que permite echar un vistazo a los bañistas del Centro Deportivo Municipal), tres días alternos, de ocho o nueve de la tarde, lucían la belleza espigada de sus cuerpos, la tirantez de sus bañadores, la tersura de sus gorros de baño, el ajuste perfecto de sus gafas de natación. Ochenta piscinas, dos quilómetros de movimientos acompasados, alternando estilos. Luego me las imaginaba dándose una ducha intensa, con fricción y jabones olorosos, y saliendo del gimnasio frescas y depuradas para acabar retozando una sobre la otra en aquella planta baja que hubiera sido un comercio si ellas no lo hubieran habilitado como vivienda y centro de operaciones.
Un día las abordé en la calle, vestido con mi chándal y mis zapatillas de deporte, y les propuse correr juntos. Intercambiaron sus miradas y una de ellas, la de los ojos color de avellana, me lanzó un «si quieres…, pero no sé si podrás seguirnos». Sin pendientes en las orejas, sin tatuajes en los brazos, con el pelito a lo garçon, piel morena y gesto expeditivo. «Tres son multitud», me espetaron. Y yo quise seguirlas, pero no di abasto. Tampoco pude competir con ellas en bicicleta: la mía es una Orbea de segunda mano que, por no tener, no tiene ni marchas. Al tenis no sé jugar; además, no tengo raqueta ni dinero para asociarme al Club. Una tarde me metí en la piscina con la esperanza de cruzar dos frases con ellas y compartir el mismo carril. Las busqué y allí estaban, en el carril de natación rápida. Comprendí que sentía por ellas una atracción fatal, que me conducía a desear lo inalcanzable. Creo que ni me miraron. Y eso que me puse un bañador ajustado para reforzar el volumen de mi entrepierna.
No sé qué tenían aquellas dos hermanas, que no son hermanas, que despertaba mi libido y alimentaba mis sueños. A lo mejor era, precisamente, que no se interesaban por mí, cuando siempre he sido un tipo que ha coronado sus relaciones sentimentales con éxito. Recuerdo la época en la que se me rifaban las clientas de la peluquería Marivent, en cuanto se enteraron de mis habilidades amatorias. Por el contrario, aquellas dos tipas, que parecían hermanas, pero que no lo eran, siguieron yendo a lo suyo y me ignoraron.
Han pasado los veinte años de rigor. Ellas se marcharon del barrio hace ya tiempo y yo había conseguido olvidarlas. Pero hoy las he visto de nuevo. Ha sido al volver de San Nicolás, en una calle peatonal. Son las mismas hermanas, musculadas, recias, negruzcas, pero ahora con el pelito gris y un aparato de sordera en la oreja. Un aparato cada una, claro. Caminaban deprisa, con dos palos de marcha nórdica, el cuerpo erguido, pantalones de ciclista y cara de mala leche. Me he aproximado a ellas y les he hablado: «Hola, ¿me reconocéis? Soy Marcial, vuestro vecino. ¿Puedo caminar con vosotras?». Se han detenido, han intercambiado miradas de extrañeza y una de ellas, la de ojos color de avellana —unos ojos ahora consumidos por las legañas de una conjuntivitis— me ha preguntado chillando: «¿Qué dices?».
Entonces ha querido subir el volumen de su aparato de sorda que, al ajustarse con el de su compañera, ha emitido un pitido insoportable.
—¡Habla más fuerte, que no te oigo!
Lógicamente he bajado la voz y he murmurado aquello de caminante no hay camino, sino estelas en la mar, mientras ellas abrían los ojos como platos y se desgañitaban, nerviosas, tratando de oír mis palabras. Acabado el poema, he concluido con un «que te jodan» esplendoroso y me he marchado en dirección opuesta.