Hace algunos años iba con mi viejo cacharro hacia Barcelona por la carretera de Castelldefels y como cada tarde mi cabeza giraba a la derecha al pasar por el prostíbulo Saratoga, al ratito volteaba la cabeza hacia la izquierda para observar el frente del prostíbulo Riviera. Días más tarde supe que los dueños de tales establecimientos fueron procesados, al igual que los policías que presuntamente intentaban extorsionarlos.
El asunto, claro está, se relacionaba con la trata de blancas, que es un modo de llamar al negocio de la prostitución, sin importar si las chicas que habían sido tratadas y maltratadas fueran blancas, amarillas, negras o mulatas, que de todo había en ambos burdeles. Insisto: la trata de blancas, no la trata de cadáveres. La trata de cadáveres no se ejercía en los burdeles de Castelldefels sino en la Facultad de Medicina de la Complutense, en Madrid.
El asunto me llamó mucho la atención, sobre todo porque a pesar de que muchos me acusan de ser un escritor de historias esperpénticas, extravagantes y terroríficas, he de confesar que, antes de enterarme por la prensa, nunca se me había ocurrido pergeñar un argumento de tal calado: cadáveres en alquiler a 750 euros por el fin de semana, apenas algo menos de lo que se paga por una escort de lujo con las uñas pintadas de rojo.
Al parecer, los finados donados para la investigación médica se alquilaban para estudios de fin de semana dictados a una audiencia de 15 alumnos. Se trataba de cursos de posgrado de carácter privado. Algunos cadáveres se hallaban ya momificados, otros a punto de entrar en estado de putrefacción.
El hecho cierto es que los muertos acumulados en los sótanos de la Facultad de Medicina provienen de diversas fuentes. En algunos casos se trata de indigentes sin hogar ni familiares ni nadie que les pague un sepelio; en otros, de gente con familias sin recursos, deseosos de ahorrarse los gastos de la inhumación; y en otros, de personas que, como gesto altruista, deciden donar sus cuerpos a la ciencia para que, luego de dejar esta vida, sus restos puedan ser de provecho para la humanidad.
Ahora, pienso yo que, en el caso de los difuntos procedentes de entornos paupérrimos, quizás hubiera sido más útil que, en lugar de entregarse voluntariamente a los arrendatarios de cuerpos ajenos —no como las chicas del Riviera y el Saratoga, que arrendaban sus propios cuerpos, aunque en estado de plena vitalidad— hubiesen dejado que fueran sus propios familiares los encargados de gestionar el alquiler de sus organismos ya sin vida.
Así, me imagino el siguiente cartel en el frente de alguna chabola de indigentes: «SE ALQUILA CADÁVER FRESCO Y EN BUEN ESTADO. PRECIOS MÓDICOS». U otro, más sofisticado: «¿YA TIENE SU CADÁVER PARA EL FIN DE SEMANA? INFÓRMESE AQUÍ MISMO».