Para encontrar resquicios de humedad sincera en mis ojos viendo una película he tenido que acudir a lo más clásico: al abrazo final de los enamorados, venciendo todos los inconvenientes que se han cruzado entre ellos.
En época de pertinaz sequía, cometeré una pequeña incorrección. No se trata de una película vista en un cine, sino de una serie ya antigua (The Office, 2001-2003) para la televisión. Y, puestos a delinquir, con la defensa de que se trata de algo muy visto y antiguo, destriparé sin piedad en mis comentarios su final que, como suele suceder, es el que condensa el momento emotivo.
A lo largo de los episodios de sus tres temporadas, uno de los motivos regocijantes de la serie es seguir el tira y afloja de dos de los empleados de la oficina del título en su particular atracción y contención erótica.
Tim, que aún vive en casa de sus padres, simpático, siempre dispuesto a echar y hacer echar unas risas, poco proclive a dejarse llevar por las marcianadas que con frecuencia se dan en el entorno de trabajo, siente algo por Dawn, la recepcionista con inquietudes artísticas, ninguneada por ese impresentable jefe encarnado por uno de los creadores de la serie. Y Dawn, por su parte, siente lo mismo por Tim, el único que la valora y con quien realmente se lo pasa bien. Pero los intentos de establecer una relación superior que hace Tim —obteniendo un ridículo público notorio— son sistemáticamente rechazados por ella y rápidamente corregidos por él. Entre ambos se interpone un novio formal de manual, al que acabará de conocer bien ella en todas sus consecuencias cuando vayan a vivir juntos a Estados Unidos por una larga temporada.
Hasta aquí el planteamiento de la función. Pero la trama —hay que decirlo— va aderezada con varios elementos que hacen a la serie, desde mi punto de vista, muy divertida y recomendable. Uno es la vergüenza ajena proporcionada incansablemente por el pretencioso y autocomplaciente jefe de la oficina en sus intentos de resultar “cool”. Otro, la cavernícola cortedad de un segundo de a bordo rudimentario a más no poder y, en todo momento, la burla atroz de las modas, procedimientos y frases que increíblemente aún hoy en día mueven a las empresas y sobre todo a sus departamentos de recursos humanos: ¡Palo bien fuerte a ello!
Pero falta el destripe de una de las escenas finales, al que voy a proceder sin compasión alguna ante los que lean este papelito y aún tengan pendiente ver la serie, porque no es nada que no hayan podido deducir desde el primer momento: ¡Sí! ¡Por fin, al final, Dawn y Tim acaban juntos!
Lo importante es la forma en que lo representan, acudiendo a lo más sobado, pero también lo más eficaz de los mecanismos disponibles. Tim está, melancólico, viendo venir otra temporada solitaria, después de que Dawn haya abandonado el día anterior la fiesta celebrada en la oficina por las vacaciones navideñas. Al día siguiente, avisa, deberán embarcar de buena mañana en un avión que les conduciría de nuevo a su novio y a ella a los Estados Unidos. Llega la mañana fatal y Tim vuelve y se pasea por la oficina como ánima en pena, pero dispuesto a, como siempre, intentar superarlo. Está hablando con alguien cuando, sin que se dé cuenta, Dawn irrumpe por la puerta y se dirige decidida hacia él, abrazándolo y besándolo, dejando a todos sorprendidos y a los seguidores hasta ahí de la serie más contentos que unas pascuas. Tim, ahora ya el hombre más feliz del mundo, le corresponde.
Lo dicho: ese empeño fracasado una y otra vez (pese a que todos los espectadores detectan que el emparejamiento de Tim y Dawn sería la solución para ambos), todas esas trabas, aparentemente insalvables, para su propósito y la sorpresa final a base de un abrazo que deja las cosas en donde todos los espectadores deseaban son mano de santo, el procedimiento clásico, para desatar las emociones.