Con la llegada del año nuevo, hay gente que se compromete a volver al gimnasio, dejar de fumar, dedicar más tiempo a la familia o acabar visitando de una vez al dentista. Yo, por mi parte, liberado de lazos personales y profesionales, empiezo el año renovando mi agenda y, en particular, el caladero de mis amistades. Cada primero de año me olvido de los fallecidos, los emigrados, los ausentes, los traidores…, y dejo espacio para las nuevas relaciones. ¿Amigos para siempre? Un imposible. ¿Amores eternos? ¿Dónde se ha visto tal cosa? Con el cambio de año busco nuevas compañías que me distraigan las entretelas. Incluso los individuos como yo, habituados a la libertad sin trabas, tenemos nuestro su corazoncito y sentimos la necesidad de satisfacer ciertas urgencias que precisan solventarse en compañía.
Al llegar a cierta edad, las personas formadas y maduras dejamos de preguntarnos por la existencia de los absolutos. ¿Hay un Dios, existe el Tiempo, los Amigos de verdad, la Alimentación saludable? Los años nos han convencido de que, si Dios existe, no se nota. También sabemos que el tiempo es una vivencia subjetiva y que la Amistad verdadera, como el Amor eterno, son sueños irrealizables. Para nosotros sólo existen los momentos de amistad, el intercambio de orgasmos interesados y las comilonas, que a veces te caen bien y otras mal, según tengas el cuerpo. Por ejemplo, el señor Manzanares, del cuarto segunda, se descubrió alérgico a los frutos secos después de zamparse media pastilla de turrón de cacahuete la noche de fin de año. Su mujer, que andaba de cháchara por la escalera, lo encontró agonizante al volver a casa y nada se pudo hacer con los antihistamínicos aplicados a destiempo. Viuda, pues, amaneció Rosalía el uno de enero, mientras yo renovaba la agenda de mis amistades.
A resultas de tan singular coincidencia, Rosalía entró en mi vida substituyendo a Solícita, la viuda del 2017, a la manera como ésta substituyó a doña Alejandra, que se libró del marido en el 2015. Y es que, por lo general, los maridos se mueren antes que sus viudas, razón por la cual sostengo que vale la pena mantenerse soltero. Nosotros, los libres, duramos más. Yo mismo y mi amigo Ginés, a pesar de sus deficiencias físicas, somos la prueba. En fin, en cuanto desapareció el señor Manzanares, Rosalía llamó a mi puerta pidiendo guerra. Ya lo había intentado antes, en vida del occiso, pero entonces tuve que declinar su petición. Yo soy un tipo legal, de moral intachable, que sólo se relaciona con señoras desparejadas cuando las circunstancias así lo facilitan. Y esto es algo que hago de manera sucesiva y con exclusividad, sin permitir que se mezclen secreciones ni afectos. En aquellos días del mes de octubre, yo continuaba preso de las piernas de Solícita, a la que intentaba persuadir —estábamos en otoño— de que todo en esta vida tiene fecha de caducidad. Sabido es, como escribió el poeta, que lo perfecto en origen acaba sucumbiendo con el tiempo.
Tener pareja en la propia escalera no es plato de mi gusto, pues el vecindario acaba por enterarse y la viuda en cuestión te somete a control. Sin embargo, también ofrece algunas ventajas, sobre todo en invierno, cuando para satisfacer los apetitos no hay que salir del bloque ni buscar en otro barrio. Así pues, acepté a Rosalía por proximidad y conveniencia, como se aceptan tantas y tantas relaciones humanas. Además, había que terminar con Solícita, quien, como su propio nombre indica, no dejó de importunarme con peticiones hasta el último día del año. En febrero quiso que le cambiara el colchón de su cama, que le seguía oliendo a Macario, su marido; en primavera, se encaprichó con unas gafas de sol graduadas que tuve que comprarle para compensar. Y luego fueron unos zapatos y una gorrita estampada con fresas y corazones. Yo cedí, pues algo debía poner de mi parte para ganarme su aprecio. A cambio y durante meses, Solícita supo satisfacerme con actividades que, según me confesó, jamás había practicado con su marido. De manera que se ganó el colchón, las gafas y el sombrerito, echándole al asunto cierta avidez y profesionalidad. No obstante, acabado el año, se acabó Solícita.
Hoy iniciamos un nuevo año de la mano de Rosalía (nunca mejor dicho), viuda reciente del señor Manzanares, con cuya experiencia cuento y a cuyas frustraciones me debo.
¡Año nuevo, viuda nueva! ¡Y que no nos falte la alegría!