A las dos en punto de la tarde
el último almuerzo.
A las tres cuarenta de la tarde
intentar la siesta, intentar.
A las cuatro y poco de la tarde,
por las comisuras de los marcos
de ventanas y puertas
emergen manchas rojas.
Manchas rojas
en las miradas de los niños
en la sequedad de la tierra
que asciende
hasta ahogar el grito.
A las cinco y cortes de la tarde
el peso del sol
cae
como un cordero muriendo
desde lo alto
de una torre muy alta.
Caen también las extremidades.
Los platos del fregadero
no han llegado a secarse
cuando la estación de tren
es devorada
por la tierra amarilla.
A las seis y agujeros de la tarde
quien puede llorar, llora.
El calor se ha quedado quieto
y sólo se mueve
el llanto que ni se ve ni se oye.
Pero a las siete y rabia de la tarde
el repicar de mandíbulas ya no puede sostenerse:
dientes en guerra perdida
contra el aliento de la larga noche que se acerca.
A las ocho y puños de la tarde
NADA
hasta las nueve perforando
el tímpano del tiempo
y un pitido
de más de medio siglo
tumbando
los campos de amapolas.